El juez Adolfo llevaba dos horas en el baño: tenía diarrea. Apenas había cumplido treinta y dos años, pero sólo él llenaba los requisitos formales (carrera universitaria y un buen soborno) para el puesto. Adolfo nunca quiso ser juez. Fue su padre quien lo convenció de que era “la única forma de ser alguien en este pueblo”.
Por un tiempo, las cosas estuvieron tranquilas, hasta que la reforma federal sobre las sentencias y encarcelamientos entró en vigor. Todos los ayuntamientos debían decidir la sentencia de sus acusados, encerrar a sus presos o aplicar la pena de muerte (que, de paso, también se aprobó). Esta reforma representaba, en palabras ligeramente diferentes según qué secretario de gobierno lo dijera: “Un gran ahorro para nuestra nación, que nos enseñará las ventajas de resolver los problemas en su germen. Ahora no tendremos ciudades saturadas de bandidos y ladrones, ni cárceles llenas a más del doble de su capacidad, sino poblaciones independientes que aplicaran la ley de manera más justa. Conocerán a los infractores de manera directa; porque, como en la medicina, se curan criminales, no crímenes”.
Adolfo tenía en sus manos la vida de los hermanos Yad Vashem, dos muchachos —de Polonia, según se sabía— que no causaban más que alborotos. Los hermanos Yad Vashem eran criminales menores: un robo sin heridos, un poco de vandalismo en espacios públicos y privados, etcétera. Todo en tono muy serio, aunque sin graves consecuencias. Eran un par de rebeldes sin causa, enamoradizos y con un futuro poco brillante. Sin embargo, no se podía decir que los hermanos Yad Vashem fueran criminales entrañables. El pueblo del juez Adolfo había nacido y vivido resentido con los extranjeros. Un odio general se encendía cada vez que el tufo de forastero recorría las calles. Los hermanos Yad Vashem no eran odiados por lo que habían robado o deshecho, sino porque no eran del pueblo. Así de simple. Por eso, cuando la señora Godines los acusó de haber violado a su hija, nadie dudó que fuera cierto.
Casi los linchan en la plaza. Al presidente municipal no le importaba mucho lo que le pasara a esos revoltosos, pero con las reformas y las nuevas responsabilidades que tenía, no podía darse el lujo de ser el primero en fracasar en esa nueva “justicia en casa”. Mandó unos policías a recuperar a los maltrechos hermanos y se los llevaron para que les dieran un juicio justo, “Que todos nos merecemos, señores, no sean animales”, les gritó el presidente municipal.
Cuando llegaron al ayuntamiento, el juez Adolfo se puso nerviosísimo.
—Ahora son tu problema, mi Adolfito— le dijo el presidente en franco gesto pilático—, y vamos a quedar bien, porque las elecciones son en cuatro meses.
De esto, habían pasado tres meses. Se presentaron pruebas en contra y a favor de los hermanos (sólo el sacerdote del pueblo abogó por ellos). La sentencia debía ser dicha sin dilación, porque la gente estaba al rojo vivo. Muchos empezaron a abrir más tarde sus negocios para ir todas las mañana a ver cómo seguía el caso. Otros cerraban más temprano para discutir en la cantina qué debía hacer el juez. Entre ellos siempre estaba el fiscal, un hombre corpulento y brusco que se había ganado el puesto a punta de bota:
—Ese Adolfito no tiene ni idea de lo que es la justicia —decía después de sorber un gargajo—. Es un mano blanda que va a dejar que dos culpables se vayan vivos a la cárcel. Si fuera por mí, y créanme que intento todos los días, esos ya estarían enterrados.
Porras por todo el lugar se alzaban cuando el fiscal se apasionaba.
—Muy bien, muy bien. Usted puede con ellos, señor fiscal. De paso, enséñele dos o tres cosas a Adolfito.
Las injurias contra los hermanos Yad Vashem pululaban a todo lo ancho y largo del pueblo. Arnulfo “El Turco” Hernández aseguró que fueron ellos los que le habían robado “Con tremenda saña” hacía medio año; doña Hermelinda, una cuarentona bastante bien dotada, tenía miedo porque “Yo iba a ser la siguiente víctima. Si viera como me encueraban con los ojos”; las hijas de Rómulo Echeveste confesaron que los hermanos les regalaban marihuana. Cada testimonio acentuaba el malestar de Adolfo, hasta que el dolor de cabeza se le bajaba al estómago.
Unas horas antes de la fecha límite para otorgar sentencia, el juez sintió un dolor agudo en el abdomen, pidió permiso para ir al baño y, mientras salía, escuchó lo mismo de siempre:
—Adolfito está muy verde para el puesto, hubieran designado a otro.
—No, don, ése tiene pinta de saber lo que es la justicia y, por Dios, que la va a impartir como debe ser.
—¡Qué va a saber! Si es un chamaco. Le falta colmillo.
Las acusaciones —inventadas o reales— seguían en una lista interrumpida por la indignación de los hombres y las lágrimas de las mujeres.
Adolfo entró a su baño privado. Se sentó en el inodoro tan deprisa que casi no se alcanzó a bajar los pantalones. Desde el apresamiento de los hermanos, el juez había tenido una diarrea que le comía el cuerpo. Necesitaba tomar una decisión, y lo peor era que no podía ser un “juicio justo” como tanto prometió (de dientes para afuera) el presidente municipal. Los hermanos Yad Vashem, por decisión popular, debían morir en la cámara de gases (“Es la forma más humana de este castigo”, dijeron las autoridades federales. Lo que se callaron es que también era la que menos costo implicaba en su construcción y mantenimiento). “Esos desgraciados. Cuando ya no quieren hacer su [pujido y dolor lo interrumpieron] trabajo, nos lo dejan a nosotros. ¡Qué poca madre!”, dijo en voz baja el juez. La incontinencia de sus vísceras contrastaba con su estreñimiento mental. ¿Qué iba a hacer con ese par? ¿Acaso tendrían que ser chivos expiatorios para catapultar su carrera y la del presidente? ¿Tendría el coraje para hacerlo?
El presidente municipal ya lo había amenazado.
—Mira, Adolfito, se nos vienen las elecciones y los del otro partido andan sacando que tú no tienes el valor de aplicar las políticas federales. Que eres un tibio sin la capacidad de decisión necesaria para ser juez. Este asunto lo solucionas tú. Y te voy a ser sincero, me tienes por los huevos; necesito que arregles esto bajo mi administración y así ganamos los dos. Pero si me chingas, pues yo también te chingo.
Adolfo miró los papeles en el cesto. “Como un ramo de flores pardas”, pensó. Otro espasmo de dolor lo hizo encogerse, “Estos nervios me van a matar”. Cogió la revista de farándula que siempre tenía a la mano.
Terminó de leer la revista. Adolfo se miró en el espejo mientras se lavaba las manos: era una persona pequeña, insignificante tal vez, con el cabello negro y relamido. Un pequeño bigote, cortado por las orillas, adornaba su labio. La boca era una línea poco curvada, con las comisuras apuntando al suelo. Tenía la piel clara y los ojos arrugados, pequeños y expectantes siempre. Su estatura era mediana y más bien tirando a lo chaparro.
Estaba paralizado. Él, como todos en el pueblo, rechazaba a los extranjeros. Pero lo hacía por costumbre, para encajar con su padre, su madre, sus hermanos, sus vecinos. Durante sus épocas de universitario en la ciudad, buscó grupos que profesaran “Una nación limpia, una raza pura”, aunque nada de esto lo sentía realmente suyo. Le decían El Fiurer en la universidad por su forma —una manía de la niñez— de responder un saludo desde lejos. Se ponía derecho, juntaba los talones, extendía el brazo, con los dedos juntos y firmes y, en vez de un “Hola”, la voz se rompía y suspiraba algo que sonaba como “Jail”.
En sus tiempos de colegial, y de manera lo más discreta posible, probó salir con chicas negras y árabes, experimentó con sustancias y fue a fiestas y eventos sociales. No le desagradó por completo, pero cuando regresara al pueblo, no podía seguir con sus maneras de la ciudad; debía apegarse a las tradiciones, debía apegarse a lo correcto: “Los extranjeros no son más que un cáncer, deben regresarse a su tierra o sufrir las consecuencias”, se repetía Adolfo, “ese par de circuncidados debería irse y no molestar a la gente buena, la gente pura de este pueblo y esta tierra”.
Estos pensamientos luchaban con otros de muy distinto calibre: “Pero si no han hecho nada que merezca la muerte. Con unos cuantos días en la cárcel y una multa van a aprender a comportarse y, tal vez, se vayan del pueblo. A lo mejor puedo convencer al fiscal y al presidente municipal de que tener sangre fuereña derramada sobre nuestra tierra es un mal agüero”.
Pensó en su madre, una mujer con aire triste, pero maternal. Adolfo, el hermano más pequeño, siempre fue el consentido. “Ven, Adolfito [ella le había puesto el apodo], vamos a ver a tu papá trabajar y después un helado. ¡Qué bonito, mi niño!”. Los recuerdos eran dulces y lo confortaban. ¿Quién sería la madre de los hermanos Yad Vashem?, ¿los extrañaría?, ¿los querría tanto como su madre lo quería a él? Decidió que, con todo y diarrea, no iba a permitir que las supersticiones de unos pueblerinos y la ambición de un presidente municipal hicieran algo tan horrible como separar a una madre de sus hijos. Adolfo tomó valor de donde no había: “Hoy, esos hermanos no se mueren. No los voy a dejar ir, pero no se mueren. Un montón de ignorantes pueblerinos no va a andar obligando al juez a nada”. Antes de irse a su oficina, se sentó otra vez en el inodoro “No vaya a ser que por la emoción y los nervios…”.
Los gritos y desmanes seguían como antes, pero cuando vieron entrar a un Adolfo seguro, decidido y, algunos dijeron, más alto, se impuso el silencio. El juez estaba recibiendo respeto. Se sentó y expuso los argumentos a favor y en contra de los Yad Vashem. Nadie gritaba ni interrumpía a este nuevo Adolfo que estaba determinado a hacer su trabajo. Leyó y leyó, descreditando prueba tras prueba.
Llegó el momento de dictar sentencia. Con una sonrisa satisfecha, alzó la mirada. Los ojos y las caras de los habitantes del pueblo expresaban confianza en su autoridad. El presidente municipal y el fiscal lo miraban con atención. Tenía poder, por primera vez en su vida. Ya no era Adolfito, sino el juez Adolfo.
“No me van a mangonear. Yo represento a todo el gobierno federal, por tanto, a mi nación entera, en este tribunal” pensó Adolfo. Empezó, sin titubeos:
—Por medio de la autoridad que a mí se me ha confiado, en la sección D-27, precinto 16. En el pueblo de San Marcos, con fecha del 27 de enero y con 225 días de entrada la reforma al artículo 38 del código penal, yo, el juez de la presente localidad, declaro a los dos acusados culpables del crimen de violación. Y les impongo el castigo de [aquí hizo una pausa dramática] cámara de gases…no, no, perdón, cadena perpetua.
Justo después de “cámara de gases”, la multitud explotó en fiesta y felicidad, así que nadie pudo oír que Adolfo se había equivocado. Todos celebraban el brazo de hierro de su juez:
—Siempre supe que nuestro señor don juez podía con este paquete.
—Si el señor juez es muy inteligente y además es guapo.
—Es bueno ver cómo los jóvenes van tomando su lugar en la sociedad.
—¡Así se hace, señor juez, de aquí a gobernador!
El presidente municipal se pavoneaba en la vorágine:
—El señor juez es una de las cartas fuertes de mi administración y me lo voy a llevar para apoyar mi candidatura al gobierno del estado, que hoy, con tan celebrada ocasión, presento.
El fiscal tomó crédito:
—No podemos negar la maestría y el buen juicio del representante del poder judicial aquí en el pueblo. Claro está que las cosas sólo funcionan cuando todos los integrantes del aparato de justicia trabajamos juntos.
Al juez Adolfo se le subió tan rápido el orgullo y la vanidad que ni siquiera asistió a la ejecución; se le olvidó (o se obligó olvidar) que él quería salvarlos a los Yad Vashem. Los hermanos pasaron a la historia como los primeros ejecutados de esta nueva política de “justicia casera”.
La carrera política del juez Adolfo se catapultó más allá de las ambiciones del presidente municipal. Hoy compite por la presidencia de la nación. Sus discursos públicos empiezan con una frase que se ha convertido en su sello:
— Considero una feliz predestinación haber nacido en el pequeño pueblo de San Marcos…