_adentrarse en algo oscuro

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Cuando el cáncer de meninges lo amarró a la cama, mi papá llevaba meses con convulsiones y episodios de fotofobia. Mi mamá y mis hermanas se rindieron ante su enfermedad. Ellas me enviaban con caldo de pollo y agua de horchata al cuarto de triques que teníamos adaptado para él. Yo conectaba mi laptop a una vieja Zenith y veíamos los cierres de Haile Gebrselassie y el récord mundial de Eliud Kipchoge.

Mientras veíamos los videos, me contaba que, saliendo del kilómetro veinticinco, rebasó al equipo de Mamo Wolde en México 68, que había entrenado en Kenia unos meses y que una negra de Iten le había enseñado a inclinar bien el talón. Mi mamá decía que qué pendejada, que la única vez que salió del país fueron esos seis meses del otro lado. A mí me gustaban las historias de mi papá; me distraían de su cáncer.

Él solo tuvo una pasión en su vida: correr. Desde antes de jubilarse, su vida era un péndulo entre las ocho horas de trabajo y las seis que entrenaba, tres en la mañana y tres en la noche. Mi mamá me contó que así regresó del gringo; que en ese entonces llevaban unos cinco años de casados y con mi hermana la mediana en camino.

—Llegó tocado —decía—. Nunca le gustó el ejercicio y ahora, pinche loco, se despertaba en la madrugada a correr.

Un día, mientras veíamos el colapso de Beata Naigambo acompañados de avena con leche, se quedó muy quieto.

—¿Sabías —empezó— que somos los campeones en carrera de resistencia? Estamos hechos para eso. Sí, nosotros, los humanos. Los tendones de acá y acá —se pegó con la palma en el tobillo y en la nuca— solo existen para correr y correr. Y andar en dos patas para asolearnos menos y tener tobillos delgados para no cansarnos de más. Además, hoy es 14 de agosto, ¿no? Y somos el mejor corredor de fondo del mundo.

—¿Estás bien, pa? —le toqué la frente.

No se sentía caliente. Puse un termómetro en su axila: 37.5 grados. Fiebrícula. Todo tranquilo. Siguió hablando mientras los videos pasaban en la televisión como ruido de fondo.

—El maratón es regresar. ¿Sabes? Porque correr es lo primero. Antes que la cabeza, antes que estos —levantó los pulgares—, antes fue pararse y correr. Nada de sprints, pura resistencia, pura paciencia. Un venado o una pantera, después de veinte minutos, o se paran o mueren. Es mucho el cansancio; desperdicio de potencia. Lo que nosotros hacíamos era rastrear animales y correr y correr hasta alcanzar un mamut o una cebra medio muerta. E íbamos juntos, con nuestro gallo al centro para que lanzara el último golpe. Desde siempre anduvimos en bola. Correr nos hizo humanos, ¿sabes?

El termómetro subió a 38.5. Le marqué a su doctor. Me dijo que era un poco alta la fiebre, pero normal para alguien enfermo. Le conté lo que estaba diciendo. Me contestó que tal vez solo quería platicar y que, si le subía la temperatura, se la bajáramos con un ibuprofeno de 400. A menos que se fuera arriba de los 40 en la próxima hora, podía quedarse en la casa sin problema.

Terminamos nuestra avena. Era la hora bañarlo. Llené la tina con agua tibia y cargué a mi papá hasta ella; no pesaba más de cuarenta kilos. Tembló un poco cuando lo metí. Siguió con lo mismo, como si hablara solo.

—Hoy se cumplen 40 años, si bien que me acuerdo. Porque hoy es 14 de agosto, ¿no? Cuando iba a nacer tu hermana, ya llevaba yo un año sin chamba; ni de garrotero me querían. Me fui para allá con visa de turista y aproveché que aprendí inglés de chiquillo. Crucé en camión; solo conocí el desierto y el Bravo desde una ventanita de autobús. Llegué a Chicago con un conocido de parientes. Trabajé meses en una fábrica de cárnicos. Conocí a otros mojados. Uno de ellos, Juan de Dios, venía de Durango, chavito, tenía 17 años, diez menos que yo, y estaba ahorrando para irse a Dallas a trabajar en la mueblería de un tío suyo.

”Juan de Dios era bien flaco y tenía la cabeza afeitada, como uno de esos skinheads o punks, o como se llamen. Me contó que hizo atletismo en su secu. Su sueño era ir a unos Panamericanos y romper la marca de las dos horas en el maratón. Para él, el desierto nomás había sido días de práctica dura.

”Mientras colgábamos reses para que se desangraran, me dijo que su pelona era una ventaja al correr: entre menos vello, se regula mejor la temperatura, mayor superficie de contacto del sudor; detallitos científicos que hacen la diferencia. Una vez, se rasuró hasta las cejas para ganar unos segundos. También me contó cómo se corre un maratón como dios manda, que uno tiene que chambearle con los de su equipo, proteger al mejor para que no lo retrase el aire, como si fueran gansos. Los primeros veinte kilómetros son una carrera de equipo; los últimos cinco, una cosa bien personal.

”A la semana, Juan de Dios consiguió un cuarto por 20 dólares al mes. Me invitó a vivir con él. Todos los días, se levantaba a las 4 y regresaba a las 7, preparaba cualquier pizcachita para el desayuno y se metía a bañar. Me contaba que correr era como adentrarse en algo oscuro, que uno no piensa nada cuando corre o que repite y repite palabras. Mantras, les decía. La de él era “artritis”, pero la decía bien raro: art-rri-tis, art-rri-tis, art-rri-tis. La palabra le servía para domar su pace.

”Estábamos hasta la madre de la fábrica de cárnicos, de andar apestando a grasa y a pus. No habíamos ido hasta el otro lado para ganar migajas; queríamos hacerla en grande. Juan de Dios me dijo que, si quería, podía irme con él a Dallas, que allá sí había mejor chamba. Ni lo pensé: la fábrica era asquerosa. Me dijo que llegaríamos corriendo. Puse cara de idiota. Me puso el brazo en los hombros, se rio y, con su voz de chamaquito que apenas le están bajando los huevos, me dijo que nos iríamos a final de mes. Conseguimos los boletos baratísimos porque la corrida llegaba a una terminal en Arlington, a 42 kilómetros de Dallas: Casi un maratón —me dijo—. Ahí sí, nos la echamos corriendo.

”Las quince horas de camión las pasamos entre dormidos y platicando sobre los planes en Dallas. Juan de Dios me dijo que su tío tenía un tapanco en la mueblería, que, si quería, podíamos dormir ahí hasta que nos estableciéramos.

”Llegamos a Arlington en la mañana; fuimos los últimos en bajar del autobús. Le preguntamos al conductor, un indio con bigote, por la carretera a Dallas. El conductor nos dijo, en inglés, que siguiéramos dos kilómetros por una avenida; ahí veríamos los letreros. ‘Era broma lo de correr —sonrió Juan de Dios—. Vámonos de aventón’.

”Durante una hora ningún auto nos peló, hasta que un lanchón Fairmont o Farmont, uno de esos, pues, se detuvo; venía tan lento que casi ni frenó. Abrió la puerta un hombre ya acabadón, como de setenta, con barba bien roja y ojos azules. Era pálido, pálido y chimuelo. En español, nos preguntó si íbamos a Dallas. En inglés, le dijimos que obviously. Se echó una risita y nos invitó a subir; nos advirtió que el coche tenía un problema en el carburador y que tardaríamos un montón en llegar porque no podía acelerar arriba de las quince millas; para mí, mucho mejor que caminar ocho horas.

”Cada bache de la carretera nos hacía saltar y de la cajuela se oían ruidos, así pues, raros; como que me recordó al sonido de la carne en la fábrica: como muy densos. Me dije, pos qué trae ahí y qué, no lo amarró, o cómo. Seguimos platicando del clima y esas mensadas. Lo felicitamos por su español; lo hablaba bien, nomás con esas cositas de gringos, ya sabes el pour favorrr y el amigou. Nos contó que su ex era guatemalteca, que por eso se las sabía en el español, y, también, que era el segundo idioma oficial de Texas. Ahí sí que nos reímos un rato.

”El viejo (‘Donovan McCallister, a pleasure‘, así se presentó) vivía en Arlington desde que nació. Iba a Dallas a visitar a unos parientes. Nos preguntó qué bisnes teníamos por allá. Juan de Dios le contó lo de la mueblería. El viejo conocía el lugar y nos prometió que nos dejaría en la mera puerta. También nos recomendó unos restaurantes de carnitas y chilli frijoules. Sepa tú, pero lugares baratos para comer. Nos dijo dónde estaba la parte de las cantinas y que su rancho en Arlington era nuestro rancho para lo que se nos ofreciera.

”A la hora, pasamos por un dinner, Rosita’s Grill; todavía me acuerdo del nombre, lo tengo aquí bien grabado en la cabeza. Donovan nos invitó el desayuno. Teníamos más de 24 horas sin nada en la panza. El viejo estacionó el Fairmont y entramos. Juan de Dios y yo pedimos scrambled eggs and bacon y Donovan un steak with fries. A mitad del primer americano, Donovan se acordó de que dejó la cartera en el coche. Me ofrecí a ir por ella. Me dijo que estaba en la guantera.

”Me dio las llaves, entré al auto y tomé el dinero. Antes de irme, me acordé de los ruidos esos. Me acordé del sonido pastoso de la carne en la fábrica y en lo lento que íbamos. Me dije, pos le acomodo las cosas que trae atrás; un favor al menos que le haga para que no ande suene y suene con los baches.

”Ahí afuerita del dinner vi un lazo y lo agarré; estaba ahí tirado, ni era de nadie ni nada. Apreté uno de esos botoncitos que tienen en la guantera. Me bajé y me paré en la parte de atrás del auto. Levanté la cajuela. Moví unas mantas y encontré unos bultos envueltos en plástico transparente. Si lo del nombre del dinner lo traigo aquí en la cabeza, eso lo traigo pero si bien tatuado: eran unas manos —las dos izquierdas, porque pues me quedé viendo un rato— y un pecho. Estaban envueltos como la carne de cerdo o res que empaquetábamos, al vacío, y cortados con máquina y desangradas. Te digo que parecían salidas de una fábrica y así como estaban, quedarían en cualquier refrigerador de súper. Cerré la cajuela bien lento para no hacer ruido. Metí los dólares de Donovan en mi bolsillo y aventé su cartera. Y empecé a caminar por la carretera y luego, a correr, como sin prisa, seguro y constante, como lo hacía Juan de Dios todas las mañanas. Nunca volteé hacia atrás. Nunca me detuve. Nunca lo he hecho”.

Lo saqué del baño y lo acosté. Le puse de nuevo el termómetro y empezó a pitar: tenía 41. Le grité a mi mamá que teníamos que ir al hospital. Lo sequé y le puse una chamarra mientras ella encendía el coche. Yo iba con mi papá en el asiento de atrás, abrazándolo.

Entró en coma cuando llegamos al hospital. Los médicos no pudieron despertarlo y murió a los tres días de deshidratación; el tumor en su cabeza era tan grande como una pelota de tenis.

Durante el funeral, me senté solo en una orilla del velatorio y me acordé de mi papá en sus últimos momentos despierto: mientras íbamos hacia el hospital, tenía la mirada fija al frente, concentrada; la misma que al correr. Me quedé con las ganas de preguntarle si, como Juan de Dios, se adentró en algo oscuro aquel día mientras corría por las carreteras de Texas.

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