_como si fuera una jauría

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Habían colgado al hijo, de apenas trece, mientras la bruja se escondía entre los maizales. El llanto la delató en el momento que tronó el cuello del ahorcado, y huyó colina abajo hacia el río. El vello en los brazos de Terry se erizó; sus reflejos de quarterback jugarían a su favor; sus Dr. Martens y la cazadora, no tanto. Imaginó que podía oler a su presa, su miedo, su urgencia de vivir; quiso aullar, andar en cuatro patas y salivar.

Pero debía empezar a correr ya. A Daniel le ordenó que fuera hacia el entronque y a Jacob, a la estación del ferry. Él seguiría derecho, hacia el puente Port-Prince. Asintieron con la cabeza y salieron en direcciones distintas entre los maizales. Terry llevaba todavía mucha cuerda en la mochila. El alguacil Jeffrey S. Colescott estaría contentísimo de que el más joven de sus tataranietos también fuera el más fiero, puro y ario. “Un digno heredero del Imperio invisible”, tal y como decía mamá Rosie.

Terry salió del pantano. La luna llena era enorme e iluminaba tan bien que podías ver los juncos al otro lado del río. Terry sabía que la bruja estaba cerca. Podía sentirla. Cerró los ojos y calmó su respiración. Puso la rodilla en el piso para concentrarse, como le había dicho mamá Rosie que hiciera antes de cada partido. Durante unos instantes no existió nada más que Terry y su respiración. Se oyó un chapoteo a la izquierda: la bruja intentaba cruzar el río.

Terry corrió hacia ella y la tomó del cabello. La arrastró fuera del agua. La colocó bocarriba y le puso la bota sobre el cuello. Mamá Rosie decía que la bruja era deforme, con tumores en los pómulos y que no tenía abdomen y que sus piernas empezaban justo abajo del pecho; que sus ojos estaban inyectados de verde, que el vudú la había vuelto el vehículo del diablo. Aunque respetaba a mamá Rosie, siempre supo que esas eran tonterías, pero tampoco esperaba que la bruja se viera tan joven: no tendría más de treinta y medía casi lo mismo que una adolescente. Algo parecido a la compasión surgió en él, pero en seguida fue enterrado por las palabras de mamá Rosie: “El demonio siempre es negro y se esconde en la fragilidad de una mujer”. Hundió más la bota en su cuello y levantó la mirada para respirar el aire de la noche. A su izquierda, vio el ciprés donde el alguacil Colescott colgó a su primer negro.

Terry estaba “pasado de moda”. Por las historias de mamá Rosie, creía que el Imperio invisible debía establecerse en América, que los negros, japoneses y mexicanos no tenía lugar en la tierra de Dios y que la túnica blanca debía enarbolar todos los eventos cívicos. Ni siquiera su padre y sus tíos, respetables supremacistas blancos, tenían la visión de Terry y de su abuela: el Klan estaba a punto de tener su tercer surgimiento. Y este iría más allá que el hatecore, lo neonazi y el simple racismo. El nuevo Mago imperial establecería orden, haría regresar la época dorada. Y Terry tenía en la mira ser como Colescott: Gran Dragón del Reino de Luisiana.

En su casa, había una foto viejísima del alguacil: con bigote confederado y gesto serio. En la parte inferior del marco, se notaba la túnica blanca del Klan. Terry había mirado esa foto desde niño y siempre se preguntó por qué ni su padre, ni su abuelo ni sus hermanos tenían ese poder en los ojos. Mamá Rosie le había contado durante todas las noches de su infancia sobre ese mítico 15 de febrero de 1922 en que el joven Colescott ahorcó a un negro en el ciprés de Port-Prince. Lo llevó a conocer el lugar una mañana de domingo después de la iglesia.

—El ciprés está seco, Terrence, pero no el espíritu del alguacil —le dijo, mientras le hacía cosquillas en el cuello—. Mi abuelo vive en ti, mi niño, y tú alzarás el gran espíritu águila de los Colescott.

Su abuela lo abrazó y le dio un beso en la frente. En ese momento, Terry sintió que también el mismísimo alguacil lo abrazaba y lo bautizaba junto al ciprés. Su abuela siempre olía a algo que lo hacía sentir muy bien, que lo regresaba a tiempos más sencillos. Pero era un olor difuso, lejano, y después de la muerte de su abuela, nunca más volvió a olerlo.

Terry despertó de su ensueño, giró a la bruja y le amarró los brazos por la espalda. La arrastró hacia el árbol, consciente de su destino y dispuesto a aceptarlo. La tiró junto a las raíces y pasó la cuerda por una rama gruesa. El otro extremo, con un nudo firme, lo colocó alrededor del cuello de la bruja y la puso de pie de un tirón. A la bruja le costaba respirar, pero clavó sus ojos en Terry.

—Déjame ir y no te mato —dijo ella; era una orden.

Terry se detuvo. ¿Cómo podía no suplicar? ¿Cómo es que no tenía miedo? Sacudió a la cabeza y recordó la advertencia de mamá Rosie: “El poder del vudú corre por la sangre de la bruja. Pero es un poder falso; es una lengua de serpiente”. El instinto de Terry se encendió y resultó en una risa. Escupió la cara de la bruja. No le contestaría.

—Tus amigos van a morir por lo que le hicieron a Juda, pero tú solo déjame ir y sigues vivo.

Con los sesenta kilos que le sacaba a la bruja, jaló la cuerda y la levantó de un tirón. Aunque era increíblemente fuerte para ser un muchacho de veinte años, le costó trabajo que los pies de la negra se alzaran unos treinta centímetros. Terry amarró el extremo a una de las raíces y esperó mientras la mujer moría en espasmos.

Se sentó a mirarla hasta que dejó de moverse y todavía esperó unos diez minutos más para contemplar su obra, con grillos y sapos de fondo. “A su salud, Gran Dragón. Y también a la tuya, mamá Rosie”, pensó Terry. Sacó su iPhone, vio la hora, tres de la mañana, e intentó marcarle a Daniel y a Jacob; no había señal. Le daba pereza enterrarla él solo, pero no podía permitir que los liberales lo llevaran a juicio por la muerte de una perra como la bruja. Había que descolgarla y desaparecer el cadáver. Antes, tomó unas fotos. El ciprés lucía hermoso bajo la luz de la luna y con un cuerpo columpiándose de sus ramas.

Terry creyó ver que el cadáver abría la boca ligeramente. Encendió la lámpara de su celular y la acercó al rostro. Unos tatuajes blancos, rayas y círculos, empezaron a aparecer en la cara de la bruja. La mujer abrió los ojos. Asustado, Terry tropezó con las raíces. El cadáver dijo algunas palabras en una lengua que nunca había oído y vomitó negro sobre su cara.

El líquido entró por su nariz, por su boca, sus oídos; lo sofocaba. También ardía. Terry se pudo quitar un poco del vómito de los ojos y corrió hacia el río para lavarse. Se sumergió completo mientras se tallaba la cara. Salió y gritó de rabia. Se quitó la cazadora y se tiró a la margen del río a que pasara el dolor.

Pasaron unos cinco minutos. El ardor se volvió soportable, abrió los ojos y miró el cielo. Miles de estrellas brillaban en el cielo, testigos del inicio de su nueva vida. Respiró profundo y se calmó. “¡Qué bonita noche!”, pensó. Sintió frío y buscó su cazadora. En ese momento, se dio cuenta de que estaba descalzo, de que en lugar de los Levi´s ajustados y negros llevaba un overol desgastado; le quedaba enorme. Sus manos eras negras. Negras como el vómito de la bruja.

Terry se asustó, pero no le dio tiempo de pensar mucho, porque se escucharon los pasos de caballos acercarse. La noche se iluminó todavía más: decenas de encapuchados, blancos, imponentes; todos con los símbolos del Klan a la vista. Los caballos venían con el uniforme impoluto. Uno de esos hombres llevaba por lo alto una cruz incendiada. Otro, con túnica púrpura, señaló a Terry y tres se abalanzaron sobre él y comenzaron a golpearlo.


Cuando Terry despertó, estaba sentado entre las raíces de un ciprés; una cuerda gruesa le rodeaba el cuello. Levantó la mirada: el árbol estaba vivo, sus hojas relucían a causa de la enorme cruz de fuego que se alzaba a veinte metros; podía oír cómo crujía la madera al arder. Una multitud de capuchas blancas estaba frente a él. Terry gritó que todo era un error. Un culatazo le rompió los dientes y la nariz.

Terry se atragantó con su propia sangre. Alzó al mirada. El de la túnica morada se puso al frente y se quitó la capucha. Bajo ella, apareció un hombre con la frente amplia y lentes bifocales redondos. Blanquísimo y rubio. Tenían los ojos azules. Terry lo reconoció de inmediato: el general William Joseph Simmons, el gran Mago imperial, responsable del primer resurgimiento del Klan. Terry tragó saliva. Simmons se arrodilló frente a él y olió el aire entre ellos.

—Basura negra. Basura negra que ha de ser abono para nuestra tierra blanca.

Se levantó y con la mirada despreció a Terry. Otro encapuchado, de túnica blanca, rompió filas. Simmons se acercó a él y lo tomó por los hombros.

—Mi querido, mi hijo adoptivo. Este es el día en que fundamos el Reino de Louisiana —empezó a hablarle a la multitud—. Este es el bautizo de sangre de nuestro hermano, de nuestro hijo pródigo, del próximo líder, de mi más querido. Celebremos, pues, que en nosotros está a punto de nacer un Gran Dragón.

La multitud estalló en gritos. Algunos dispararon al aire. Terry gritó otra vez que él era un hermano de la supremacía blanca, que estaban equivocados, pero su súplica se ahogó porque apretaron el nudo del cuello.

El otro hombre se quitó la capucha. Aunque era apenas un adolescente, aunque no tuviera el bigote, los ojos eran los mismos y Terry lo reconoció de inmediato: Jeffrey S. Colescott. Enorme a pesar de que no podía pasar de los quince, tomó el extremo de la cuerda y, de un tirón, lo puso de pie. Terry sintió miedo por primera vez en su vida y comenzó a llorar. Colescott se acercó a él.

—Por favor, pá Jeff, por favor —murmuró Terry.

Colescott se detuvo unos segundos. ¿Cómo es que este negro sabía su nombre y por qué se atrevía a tratarlo con tanta confianza? Dudó. Entrecerró los ojos para reconocer si este negro trabajaba en la plantación de su padre, si había jugado con él cuando era niño. Pero la energía de la multitud lo apresuraba y se envalentonó.

—Los espectros no tienen derecho a llorar —le respondió.

Le soltó un puñetazo en el estómago y con la rodilla golpeó sus testículos. Las túnicas blancas volvieron a explotar en gritos.

Con un solo movimiento, levantó a Terry y amarró el extremo de la cuerda a una de las raíces. El cuerpo de cuarenta kilos de Terry no era mucha competencia para Colescott. Los pies negros quedaron a unos treinta centímetros del suelo. La multitud seguía gritando, disparando al aire, como si fuera una jauría de perros rabiosos. Colescott se colocó a lado de Simmons y, con los brazos cruzados, vieron columpiarse al negro en el ciprés.

Mientras Terry moría, recordó el sonido del río de aquel domingo por la mañana, la luz del sol, y el viento frío y el calor del cuerpo de mamá Rosie y su olor cuando lo abrazó junto al ciprés seco: una mezcla de roles de canela y mermelada de calabaza.

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