En la cama del asilo, Jacobo lo sueña como si lo viviera otra vez. Lorena, su esposa, y sus hijas, María y Viviana, reparten el lomo dulce en platos de unicel. Sus yernos, Adán y Rogelio, ven Mi pobre angelito con Carlos, Arturo y Daniela, tres de sus nietos. Carmen (la menor de Viviana) es muy pequeña y ni le pone atención a la película, así que Jacobo la arrulla en sus brazos. Marco, su cuñado, mira el Nacimiento; todavía no tiene las ojeras y el rostro de cicatrices que le dejará la metanfetamina. Victoria, la más chica de las hijas de Jacobo (de 16 años), se sienta en la sala con Javier, un novio que le duró solo trece días.
Cuando los ve en esta función privada, Jacobo piensa lo mismo que pensó hace 38 años: que nunca podría ser más feliz. Y no se equivoca: esta es la única Navidad que pasaron todos juntos.
El anciano (en ese entonces, cincuentón) ha aprendido que el sueño es una especie de película: nadie hace sino que lo que hicieron aquella vez. Puede gritar o correr desnudo, pero no cambian las respuestas ni los gestos. Por eso (y porque ama esa Navidad) siempre se sienta donde se sentó, come lo que comió, piensa lo que pensó. Y así está mejor: es un momento perfecto. Jacobo se deja llevar por las respuestas mil veces dichas, los besos siempre dados y los mismos regalos abiertos. Entra en piloto automático; solo vive feliz esa eterna cena de Navidad. El sueño es un río que no cambia desde hace 15 años que murió su esposa en ese mismo asilo. Jacobo vive para dormir y duerme para encontrársela (a ella y a los demás).
Hasta ese viernes de marzo, que el calvo aparece y corta el pavo en la cocina.
Las enfermeras no entienden que Jacobo siempre traiga una sonrisa, si sus hijas lo visitan cada nunca y no se quedan ni media hora. Además, está el asunto del cáncer de garganta. Jacobo no convive con los otros retirados y no le interesan ni los talleres ni las películas de los jueves. Le han contado hasta cinco días seguidos en que solo abre la boca para comer. Cuando llegó, creyeron que era mudo. Pero no. Una madrugada que otra retirada gritó durante horas, Jacobo se levantó a mentarle la madre. Por lo que había invertido su pensión en este lugar era por noches de sueño largas y tranquilas.
Jacobo destaca por su memoria. Si está cerca de una partida de dominó el tiempo suficiente, dice quién tiene los cuatros o quién va a ahorcar el juego. Lo mismo arruina el conquián que la canasta. Los otros se quejan y él se va a dormir. Cuando trabajaba en gobierno, podía encontrar cualquier expediente sin consultar el libro de clasificación. Digitalizaron el archivo y Jacobo diseñó la base de datos. Aunque el sistema fue inútil: se le decía al archivista el documento y, en tres segundos, respondía el anaquel y la foja. La computadora permaneció en una esquina, en espera de iniciar por quinta vez.
Jacobo ganó lo suficiente para que el retiro lo alcanzara sin molestar ni a sus hijas ni a sus nietos. A él le da igual que no lo busquen, porque tiene sus recuerdos. Los tiene del mejor momento y del único que importa.
Alguna vez, Jacobo se preguntó cuál sería la diferencia entre su vida del sueño y la que tiene en el asilo. Mucha, se dijo. Mientras sueña, el cáncer desaparece, el amor de sus hijas es real y presente, las sobras de la ensalada de manzana saben igual de buenas y cada noche se embriaga un poco (pero solo un poco) con Martell. En esa Navidad habla sin que le queme la garganta por las úlceras, tiene los dientes completos y su cabello no es una masa ceniza.
Ese viernes de marzo, entonces, Jacobo se duerme. Abre los ojos y está en la casa donde vivió 43 años, siete meses, tres días y una hora (Sauces 8, fraccionamiento Los Cedros). Sus hijas entran por la puerta. Carlos no lo saluda y Arturo viene dormido en los brazos de Adán; el niño trae puesta una Polo rosa que le regaló su abuela hace unos días. Jacobo nota el olor a talco en la cabeza de su nieto. Aunque lo ha vivido miles de veces, ese olor le recuerda a un amigo de la universidad.
Se sientan en la sala. La piel de Jacobo se eriza cuando ve a su esposa, pues debe pensar, de nuevo, si debería engañarla con Teresa, la jefa de Contabilidad. Tal cual pasó aquella Navidad, sacude la cabeza y la idea; jamás se perdonaría algo así. Besa a Lorena, por milésima vez, en el mismo lugar.
Jacobo va hacia la vitrina por el mismo vaso limpio para Rogelio y entonces lo ve. En la cocina hay un hombre calvo, con nariz enorme y llena de espinillas, vestido con Dockers, y una playera de franela roja a cuadros. Su loción huele a pachuli. Corta el pavo, metódico y lento; fija la mirada en el ave que destaza.
¿Es un primo de sus yernos? ¿Un amigo de sus hijas? ¿Un vecino que invitaron? Su cara no le despierta ningún recuerdo. El calvo se vuelve un problema, pues Jacobo no olvida a nadie. Se acerca, le pregunta quién es y le toca el hombro. Pero es imposible que ese hombre haga otra cosa que cortar el pavo mientras su calva resplandece en la cocina como un sol diminuto.
Jacobo despierta y, al bañarlo, las enfermeras le ven esa mirada que tienen demasiados viejos de noventa y tres: miedosa y vacía.
Mientras desayuna, intenta acordarse del tipo. Piensa en otros sueños que ha tenido: sin sentido, vagos, sin orden. Termina su compota de guayaba y se convence de él tiene suerte, pero que la mayoría de los sueños no tienen sentido.
Al día siguiente, Jacobo se duerme en cuanto apagan la luz. Está en su sala. Al lado, su esposa cuenta el chiste de la vaca y el marrano, que a él le parece bien malo, pero también tiernísimo. Se pregunta, mientras le acaricia el cabello, si podrían tener otro hijo. Cuando ella termina, suelta la carcajada de siempre. Siente la piel de su reposet de dos piezas —que compró a los ocho días de que se le herniara entre vértebra L2 y L3— y se levanta, como de costumbre, por otro vaso. De nuevo, en la cocina, el calvo de los Dockers corta el pavo, metódico y lento; no tiene prisa de irse.
Aunque Jacobo sabe que ni va pasar nada, le dice a su esposa que hay alguien en la cocina que no conoce. Ella responde que sí ha probado el filete a la albahaca, que fue en casa de los Ramos hace unos dos años.
Jacobo despierta en la madrugada, asustado. Intenta dormirse, pero por primera vez en todo el tiempo que lleva en el asilo, pasa la noche en vela.
Las seis noches siguientes, Jacobo sueña y el calvo corta el pavo en la cocina. Y seis veces ha intentado de todo, aventarle un vaso, acuchillarlo o solo bajarle los pantalones. Pero no hay nada que funcione: los vasos no se rompen, el cuchillo se dobla y los pantalones simplemente no se desabrochan.
Las enfermeras lo notan mal. “Por fin, el señor Jacobo ya dio el viejazo”. Lo que no saben es que está preocupado. Solo tenía dos cosas bien seguras: su sueño y su memoria; y la segunda le está fallando.
Al día siguiente, sus hijas lo visitan. Hablan sobre el cáncer y los tratamientos y las medicinas y los precios. Cuando se callan un poco, Jacobo saca el tema de aquella Navidad y del calvo, ellas chasquean la lengua:
—Ay, papá, quién sabe. Solo usted se acuerda de esas cosas.
Después de una semana, intenta dormir con la misión de ignorar al calvo: “Si me esfuerzo un montón, pero un montón, me quedo en la sala. El chiste es no voltear, no voltear, no voltear. De todas maneras, yo no tengo por qué entrar a la cocina, porque no entré aquella vez. Chance y el calvo se va o chance y me acuerdo de quién es. Lo importante es hacer como si no estuviera y ya”.
La sala aparece. Adán cuenta que el negocio va mal y Rogelio dice que es porque el dólar anda por los cielos. Lorena habla de un artículo que leyó sobre los salarios en China. Todos se callan. El único silencio incómodo de la noche. Jacobo lo respeta pensando igual que aquella vez: que no le agrada el nuevo comedor; muy modernón para su gusto. Se inventa que no, pero ya sabe que Victoria pondrá el Romances, de Luis Miguel. Recuperan el buen humor y continúa la celebración. Carmen se despierta y llora. Jacobo se levanta a arrullarla y pasa junto a Marco, que sigue embobado con el Nacimiento. Debe pensar lo mismo, aunque ahora le duela haberlo juzgado: “Pinche drogadicto”.
Cuando Jacobo carga a su nieta, se pregunta de si será alta y, aunque seguiría besar la frente a Carmen y prometerle en silencio que siempre le va echar la mano, se sale del guion. No puede evitarlo. Por más que lucha contra sí mismo, la curiosidad es enorme. Mira a la cocina. El calvo corta el pavo, ausente, como si no compartiera el mismo sueño. Jacobo sacude la cabeza y grita. Para no enojarse más, prefiere caminar con su nieta por el pasillo; le besa por fin la frente y se calma. Pero cuando la mira, la bebé tiene la cara del calvo, solo que ahora no trae unos Dockers, sino un mameluco rosa y un gorrito tejido.
Ahora, dormir es más una tortura que otra cosa: Jacobo se concentra en su recuerdo (en las miles de repeticiones) para evitar que se le vaya el control: “Las cosas pasaron así y ya. No hay de otra. Todo está igual. Haz bien memoria, acuerdate bien, chingada madre”. Y siente que esto es el remedio para no acordarse de él, para que su calva no lo deslumbre y arruine todo.
Mientras está despierto, hace listas mentales de lo que hay y de lo que no debe perder, intenta tener un recuerdo que dure lo mismo que lo que vivió, que dure lo mismo que el sueño, como si empalmarlos fuera la solución: el olor a sidra, Luis Miguel en el estéreo, la pelea entre Carlos y Daniela, el regaño que les dio María, lo que piensa de La isla del tesoro, la pregunta de si tendría el valor de suicidarse solo porque sí, el color de los biberones de Carmen, el perfume de su esposa, la temperatura del comedor cuando está sobrio, la temperatura de la sala después de tres coñacs.
La Navidad es una cárcel hecha de detalles infinitos.
Ahora es un viernes de junio. Tres meses lleva el calvo metiéndose al sueño. Jacobo se duerme. De nuevo, la sala. Las risas de sus nietos ya hasta le molestan. Se pregunta si así eran, si se rieron nada más un ratito o media hora o nunca. Ya ni sabe si Marco era adicto a la coca o era alcohólico. Jacobo quiere pararse por Martell, quiere ir por el vaso para Adán, quiere seguir consolando a su nieta. Lo que no quiere es tener esa sensación caliente en la boca del estómago cada que pasa por la cocina, no quiere que le gane la preocupación, voltear y que esa calva lo deslumbre. Lo que realmente quiere es no volver a ver la cara del calvo en esa bebé que está cargando.
Jacobo deja a Carmen en la cuna y va al comedor. Se sienta con su esposa, como siempre; le besa la oreja con ternura, como siempre (aunque ahora no puede actuar tan bien; la ternura es superficial). Por un momento, el remolino se calma. Lorena se revuelve por las cosquillas y le dice que se esté queito. Voltea a verlo con ojos de amor, solo que no son los suyos: son los del calvo, grises y distraídos.
El problema es que el cáncer de Jacobo va en recesión. El oncólogo le dijo que vivirá otros cinco o seis años más si se cuida. Puede dejar la quimioterapia y comer alimentos sólidos otra vez. Mientras lo oye, Jacobo recuerda el momento antes de despertar esa mañana: sentados a la mesa, como si fuera La última cena, sus nietos, sus yernos, sus hijas, su esposa, el novio que duró trece días, todos tienen la cara del calvo.
Jacobo sonríe a fuerzas para la foto que les toma Marco, que por cierto también tiene la cara del calvo. Por el umbral de la cocina, sale la luz del sol minúsculo y, aunque no lo ve, sabe que está ahí adentro.
Como si nunca fuera a acabar, el calvo corta el pavo.