Mi mamá identificó el cuerpo de Johnny; fue la única que lo vio. Lo encontraron en la cuneta de una carretera al norte, a mil trescientos kilómetros de la casa. En el informe policiaco, la causa de muerte fue una infección agravada por la anemia. Nos dijeron que le habían amputado los dedos de las manos; aunque eso ya lo sabíamos.
Johnny estaría nadando en la alberca que construyó mi papá si no lo hubieran dejado morir de la manera más inhumana. Lo tuvieron día y noche, durante meses, cosechando aguacate en granjas perdidas, lo convirtieron en un engranaje más de la alacena del país. Y a él le encantaba.
Debimos poner más atención, habernos hecho más estrictos, carcelarios, así tal vez Johnny hubiera cumplido veinte. Pero él se entregó tanto a esa vida que incluso en la muerte se le veía satisfecho. Esto no lo dijimos nosotros, sino la secretaria que nos entregó el certificado de defunción. Casi le rompemos la cara. Hay que medirse porque, aunque fuera verdad, era horrible.
He aquí otra verdad: Johnny eligió cómo morir, más bien, eligió ese camino y sabía que terminaría muerto. Nunca escuchó los llantos de preocupación de mi papá o los gritos de la tía Male. Johnny se creía superior, no en el mal sentido, sino que ya no podía vivir como nosotros. Se consideraba un elegido y nada de lo que le dijimos pudo sacarle esa idea de la cabeza.
La primera vez que escuchó hablar a Carlos Jansen, Johnny regresó a la casa con mirada de niño perdido y, horas después, encontrado; una mirada tranquila, descansada, dispuesta a dejar ir todas las pendejadas y preocupaciones. Jansen le hizo creer que había otro mundo, mucho mejor, que lo esperaba.
Con el único que Johnny realmente hablaba era el Bicho. Tenía seis años y admiraba a su hermano mayor como se admira a los héroes de la tele. Johnny era su gurú; Bicho, su fiel acólito. Se quedaban jugando Nintendo todos los viernes hasta la madrugada.
Tenían una colección de revistas porno bien viejas: Penthouse, Playboy, Hustler. La más reciente tenía a Farrah Fawcett en la portada. Entre vida y vida, el Bicho le preguntaba a Johnny sobre los cuerpos de las mujeres:
—Eso se llaman chichis, Bichín. Se usan para que no se caigan los vestidos.
—¿Y no tienen pito?
—No, a las mujeres les falta eso. Pero tienen chichis y más nalgas. Quedamos parejos.
Si Bicho podía pasar los niveles de los juegos, Johnny le prestaba durante el fin de semana alguna de sus playeras. Siempre escogía la de los Stoogies o la de Middle Class.
Catorce semanas después de que Johnny cumpliera dieciséis años, afuera de la prepa, un par de tipos con corbata y camisa de manga corta repartían volantes que anunciaban una charla con “el gran vicario de Dios”, Carlos Jansen. En papeles media carta mimeografiados a una tinta, se prometían milagros, revelaciones y salvación. La cita era ese mismo fin de semana en un parque de la colonia.
Johnny convenció a Cuca de acompañarlo.
—Si son puras mamadas —le dijo mientras desarrugaba su playera de los Bad Brains—, te invito un helado.
A medio día de ese domingo, una carpa enorme y unas seiscientas personas en medio de una plancha de concreto parecían esperarlos. Encontraron lugar y un órgano eléctrico rompió la monotonía del frío. Un coro de mujeres comenzó a cantar; apenas si se les oía: “No nos… no nos moverán… La fe mueve… el corazón del faraón…”. Se sumaron a la armonía un bajo, una guitarra y unas percusiones grabadas. La gente se levantó, seguía el ritmo con las palmas. A Cuca y a Johnny les pareció divertido participar. A los cinco minutos, subió al templete un hombre alto, con la piel bronceada, lentes oscuros y una sonrisa que de seguro se veía desde las últimas filas.
Jansen habló tres horas seguidas. Cuca, a la primera, estaba aburridísima, pero el público se veía radiante: aplaudían con cada punch line del predicador; los “Aleluya” y los llantos subían como la marea en luna llena.
Johnny clavó los ojos en el suelo durante la primera parte del discurso. Jansen declaró que le enfurecía cómo se trataba a nuestros hermanos en la frontera, que si los cazadores de migrantes no tenían nada que hacer, que se fueran a revolcar en su chiquero. Pero tampoco éramos inocentes: según el predicador, la falta de fe nos estaba sumiendo en la apatía, que las empresas y el gobierno nos sangraban, que el poder era una hidra de múltiples cabezas. Para lo único que servían los impuestos era para pagar las casas de los diputados, que los programas políticos eran suicidas: a los jodidos, joderlos más; a la clase media, hacerla jodida y así ad infinitum. ¿Cómo pensar cuando se tiene el estómago vacío? ¿Cómo hacer algo por el mundo cuando mandas a tus hijos a dormir para que no sientan hambre? A decir de Jansen, nos habíamos tragado el cuento del sistema y admirábamos a los empresarios, creíamos que eran gente que trabajaba duro y que merecía sus casas en Ibiza. Para contrarrestar estas falsedades, debíamos regresar a un estado de adolescencia, de rabia contra la injusticia del mundo. Jansen enfocaría ese coraje y lo transformaría en acciones positivas, en estrategias que nos llevarían al reino de Dios, pero, sobre todo, a la justicia en la Tierra.
Cuando una de las ayudantes le llevó un vaso de agua, el predicador comenzó a hablar en segunda persona:
—Sé que algunos vienen aquí sin fe, pero a ellos no les hablo. Tampoco les hablo a quienes están conmigo. Te hablo a ti, que estás sentado sin saber por qué. Hay gente que no se quiere comprometer, que teme estar en lo correcto. Les gusta la mentira del mundo porque ellos no son más que mentira. Tú no eres eso. Tú eres a quien yo estaba esperando.
El vicario se quedó en silencio un momento. Cuca creyó que la estaba viendo a ella, pero se equivocó: la mirada de Jansen estaba fija (tan penetrante que traspasaba los lentes oscuros) en Johnny y Johnny le respondía con los mismos ojos insistentes.
Cuando regresaron, Johnny se encerró en su cuarto y escuchó, una y otra vez, “Politicians in my eyes”. Bajó por un poco de huevo con ejotes y subió de nuevo, sin hablar con nadie.
Johnny quería una vida con sentido, como nosotros, como todos, pero no podía conformarse con nuestras respuestas simples. Cuando los gemelos lo llevaron a su primer concierto de hardcore, llegó a la casa con la nariz rota y su playera de Rage Against the Machine llena de sangre. Mi mamá la lavó pero una mancha verdosa, justo en el ojo derecho del Che Guevara, permaneció insistente como un recuerdo de su primer slam.
Johnny consiguió una copia del Manifiesto Comunista y lo subrayó; anotó en los márgenes los titulares que veía en los periódicos. La primera frase —“Un fantasma recorre Europa”— estaba acompañada de la noticia del desalojo violento de cuarenta y cinco personas de un inmueble intestado del Centro. Johnny dibujó un granadero que vigilaba a un muchacho con las manos en la nunca y un paliacate negro sobre el rostro.
Johnny trató de hacerse vegetariano y le reclamaba a mi mamá cuando hacía sus rollitos de bistec. Un día, enfrente de nosotros, Johnny tiró la carne a la basura y se comió solo los chícharos y las zanahorias. Mi papá le dijo, más harto que molesto:
—Si no te lo vas a comer, ¿para qué desperdicias? Mejor dáselo a tus hermanos.
Johnny fue por nuestros platos y también los tiró a la basura. Papá se levantó y amenazó con el cinturón. Se miraron como en un western. Mi mamá, mediadora abnegada, empezó a gritar:
—¡No le vayas a pegar, Manuel!
Mi papá dejó el cinturón en medio de la mesa. Cuando terminamos de comer, Johnny tomó con desdén el pedazo de cuero negro, lo tiró al piso y salió al patio.
Johnny siguió yendo a los encuentros con Jansen. A veces, iba sin Cuca y regresaba muy tarde a la casa. Traía folletos, revistas y videos que no dejaba que nadie viera más que Bicho. Se encerraban en su cuarto; Johnny lo mandaba por Lucky Charms o espagueti a la boloñesa y se quedaban jugando Zelda hasta la madrugada. A veces, los espiábamos a través de la puerta. Apenas si distinguíamos algunas palabras que decía Johnny: “nave”, “era”, “viaje”, “salvación”, “reciclaje”. En la mañana, tocábamos y les decíamos que ya era hora de ir a la escuela. Johnny iba directo al baño, se lavaba los dientes, desayunaba en tres minutos y salía sin despedirse. Bicho corría atras él con un sándwich de pan blanco en la boca.
El futuro desesperaba a Johnny. Quería resolverlo lo más rápido posible, como si fuera una tarea hartante. Eso no quería decir que estuviera apático, sino que le cansaba no tener algo definitivo, que nuestra obligación fuera pensar siempre en el paso siguiente: el examen de admisión, la carrera, casarse, comprar una casa, tener hijos, morir. La vida tenía un esquema bien trazado pero con el gran truco de que nuestras expectativas debían ser infinitas. Creer, para mi papá, era una pérdida de tiempo; el progreso y el mejoramiento (sus palabras) eran los valores que nos heredaba. A Johnny, la postura de nuestra casa se resumía en un “¿y luego, qué?”, y luego, y luego, y luego. La consigna: siempre hacia adelante, hacia arriba y adelante. Johnny buscaba el absoluto, tenía sed de ello. Jansen se lo dio: un objetivo, un propósito por el que valía la pena luchar. Cuca le dijo en alguna comida que era un conformista, y en cierto sentido lo era: Johnny se conformaría con nada menos que con la Verdad.
Después de una plática de Jansen, Johnny no regresó. A las doce de la noche, mi papá le marcó a la policía. Ellos le dijeron (como si fuera un mal thriller de John Woo) que hasta las veinticuatro horas se consideraba a una persona perdida. Mi papá les explicó la situación y, en el momento que mencionó las reuniones en el parque, le pidieron que esperara un momento. Seis minutos más tarde, un detective de apellido Rodríguez habló por la bocina y quedó de visitarnos al día siguiente.
Rodríguez llegó a la hora del desayuno. Mi mamá le preparó unos huevos rancheros. Con el bigote salpicado de yema, el detective nos explicó lo que sucedía: las reuniones de la carpa eran organizadas por La Ciudad de la Resurrección, una secta. Según los datos que tenían, era liderada por un tal Carlos Jansen, que emigró de Suiza (aunque de madre colombiana) junto con un grupo de sus seguidores a principios de los ochenta. La secta era sospechosa de fraude y evasión de impuestos, pero los abogados de Jansen habían desestimado todas las pruebas. Rodríguez estaba a cargo del caso desde hace meses. La situación de Johnny era —se disculpó por la palabra— perfecta: podrían acusar a La Ciudad de secuestro y, como Johnny era menor de edad, ni las manos iban a poder meter.
Desde el punto de vista policiaco, dijo Rodríguez, el funcionamiento de la secta era típico. Las reuniones se celebraban a puerta abierta, servían como redes de captación, en las que la culpa y el perdón circulaban como pan caliente. Después, cuando había cierto anclaje emocional, chantajeaban: había que comprometerse; las medias tintas no funcionaban. La Ciudad de la Resurrección se mantenía de las donaciones de sus miembros, que “por voluntad propia” cedían sus bienes a Jansen. Los que no tenían nada, como Johnny, debían dar un extra de fidelidad y servicio: cambiar la bacinica del predicador durante los discursos, hacer proselitismo, trabajar en el campo, preparar la comida.
Jansen había ideado un sistema nómada de control: rotaba a sus feligreses en las diferentes comunidades agrícolas que controlaba y esas granjas las cambiaba de lugar sin avisarle a nadie. Al no dejar que sus fieles estuvieran en un mismo lugar, Jansen los desorientaba. Las constantes terapias de sobajamiento, la alimentación baja en proteínas y lo exhaustivo de treinta y dos horas en un autobús sin calefacción eran estrategias de desbalance. Jansen los consolaba, les decía que él era su único soporte. Si estaban cansados, él lo estaba aun más, pero de todas maneras los cargaría.
Rodríguez nos dejó su número personal y juró que haría lo necesario para encontrarlo. Además, cuando supo que en cuatro meses Johnny cumpliría dieciocho, nos advirtió que no había mucho tiempo: al ser mayor de edad, el alegato de secuestro perdería vigor.
Nos dejó silenciosos, con el tufo de su colonia barata impregnado en nuestros muebles. La abuela lloró. Ni siquiera Bicho pudo levantarse a consolarla.
Llevábamos cuarenta días sin saber de Johnny. Bicho dejó de jugar Nintendo: no sabía cómo pasar un nivel del Bomberman y necesitaba que Johnny le diera el password. Empezó a cortar bolsas del súper al tamaño de las porno; embaló cada una de ellas. Las cambió de lugar muchas veces para que nadie las encontrara. A diario las sacaba, les quitaba el polvo y las miraba con detenimiento. Según él, si pasaba un rato sin que nadie las ojeara, se podían echar a perder y, mientras Johnny no regresara, debía tenerlas bien cuidadas. Le robó a mi mamá los guantes para lavar trastes y, cada vez que les daba mantenimiento, se los ponía, como si estuviera trabajando con reliquias.
La policía incautó una casa que La Ciudad de la Resurrección usaba como centro de entrenamiento. No hubo detenidos, ni siquiera el velador. Encontraron una caja con VHS en la recámara principal: eran los videos de entrada a la secta. Carlos Jansen grababa las ceremonias de iniciación; Rodríguez nos dijo que podíamos ver el video de Johnny, pero que el contenido era muy “gráfico”. Dijimos que sí, que no importaba.
Tras unos segundos de estática, apareció la cara del profeta. Estaba rapado, con ojos azules y demasiado abiertos. Permaneció quieto durante un momento, con una sonrisa forzada, pero extrañamente sincera. Su voz era suave, casi un arrullo. Estaba vestido con una túnica blanca, holanes en el cuello y los puños. La cámara hizo un close up a su cara. Jansen habló:
—El planeta Tierra está a punto de ser reciclado. La única posibilidad de evacuar es ir con nosotros, ¿lo entiendes, Johnny? Todo tiene su ciclo, su temporada, su inicio, su final. No decimos que el planeta Tierra va a ser destruido; decimos que va a ser reacomodado para recibir una nueva civilización sobrehumana. Tú quieres vivir en esta nueva Tierra, ¿no, Johnny? Estamos al final de los tiempos; no lo dudes ni un segundo. Tú debes decidir —y por tu bien, decide lo que es correcto— si crees o no. Eso es la fe. Pero la fe tiene un costo; si no es visible, no es fe, ¿lo entiendes, Johnny? Somos el regreso del sol de nuestros padres. Te damos la oportunidad de conocer la verdad para que puedas conectarte con ella, para que te salves. Porque queremos que te salves. Pero siempre hay un precio y lo sabes, ¿verdad, Johnny? Debes demostrarnos diez veces que puedes pagar ese precio para recibir la recompensa última: entrar por la puerta de La Ciudad de la Resurrección. Solo el primero te dolerá, te lo juro; también, solo habrá un primero. Cuando seas feliz, recordarás este momento como el inicio, como el verdadero comienzo. Será la última vez que sufras. ¿Lo estás disfrutando, Johnny? Ese dedo es lo primero que vas a perder para ganar tu verdadero cuerpo, con él podrás entrar por la puerta. ¿Por cuál empezamos, Johnny?
Oímos su voz en off:
—Este.
Papá comenzó a temblar y mamá volvió a comerse las uñas como no lo hacía desde que era soltera. La cámara cambió de ángulo y enfocó la cara de Johnny; después, pasó a su mano. El verdugo tomó un cuchillo de hacha y lo azotó contra el meñique, que se desprendió con un solo tajo. El muñón sangró como una manguera un par de veces. Cauterizaron la herida con un plancha; la marca: Black & Decker. No se escucharon gritos. Rodríguez se apresuró a quitar el VHS.
La situación era grave, pero, en palabras de Rodríguez, alentadora: si La Ciudad estaba haciendo amputaciones rituales, entonces, también podrían acusar a Jansen de tortura y terrorismo. Mi papá estaba en shock. Fue mi mamá quien lo acusó de oportunista. La verdad es que a Rodríguez le valía madres nuestra familia. Él quería resolver el caso y pasar al siguiente. Johnny era su palanca para capturar a Jansen. Por supuesto, nunca lo admitió. Tomó a mi madre por los hombros y la tranquilizó:
—Le prometo, Susana, que Jonnathan es lo más importante de este caso. Él y los demás, su seguridad. Y va a regresar vivo. Se lo prometo.
Rodríguez abrazó a mi mamá. Mi papá seguía ido, con la imagen del meñique desprendido como un taladro en el cerebro.
Johnny no dijo ni una palabra cuando llegó a la casa. Lo encontraron unos turistas canadienses debajo de un muelle, setecientos kilómetros al sur de nuestra ciudad y a tres semanas de su cumpleaños dieciocho. Los canadienses estaban pescando erizos y esnorqueleando cuando vieron flotar una túnica blanca entre los pilones de madera. Los turistas dijeron que, cuando lo vieron, primero pensaron que era una medusa blanca y tan grande como un adolescente.
Johnny se paseaba en silencio por el patio mientras se acariciaba los muñones de su mano izquierda. Mi mamá creyó que era buena idea mandar a Bicho para sacarlo de su ensimismamiento. Llevamos la tele grande al cuarto de Johnny y el Bicho sacó las porno del último escondite (atrás de la ropa interior de la abuela). Mientras jugaban Contra, Johnny puso el Under the Running Board y le platicó de Jansen y de La Ciudad de la Resurrección.
—Eso de iglesia es una fachada. Jansen es realmente un revolucionario, solo que sabe muy bien que la mayoría no está lista para oirlo. Por eso tiene que maquillarlo de religión. Lo que quiere es crear un Estado verdaderamente socialista. ¿Te acuerdas de eso, Bicharro? (Vete por arriba, ahí está la flame). Ya hasta compraron unos terrenos en Colombia o Venezuela; no sé bien. Están construyendo una ciudad justa, un paraíso, y yo me voy a ir para allá. A Jansen se le murió un hijo y dice que me parezco. Por eso me tiene tanta confianza.
—¿Y no te regañan? ¿Te dejan jugar Nintendo?
—Tenemos que ocuparnos en muchas cosas, como sembrar y hacer casas. Plantar jitomates no es tan divertido como el Contra, pero es más importante.
—¿Me puedo ir contigo?
—Cuando crezcas un poquito más te llevo, Bichín.
Bicho perdió la vida y le dio el control a Johnny, quien se empezó a reír y le pintó dedo, aunque, como ya no tenía el medio, usó el anular.
—Yo ya no puedo —dijo entre carcajadas—, pero tú síguele.
Johnny le enseñó la imagen central de una Penthouse: una rubia con depilado brasileño; Bicho pensó que era como una pista de aterrizaje lunar.
Rodríguez nos advirtió que habría que dejar descansar a Johnny, que nos contara solo lo que él quisiera. Nos recomendó un psicólogo, especializado en estos casos. Pero que si Johnny no quería ir a verlo, no debíamos presionarlo. Nos repitió que teníamos su teléfono a nuestra total disposición. Mi papá lo abrazó en silencio; mi mamá le dio un beso en la mejilla y le extendió una invitación para cenar.
Las recomendaciones del detective eran duras: estar atentos a cualquier llamada telefónica, a cualquier extraño, a cualquier carta, incluso a cualquier programa de televisión. El alcance y la influencia de Jansen eran desconocidos. Según lo que nos explicó, Johnny podría estar “a prueba” en la secta; pudiera ser que lo hubieran expulsado de La Ciudad solo como una forma de medir su fe. Era algo parecido a lo que vimos en el video.
—Jansen es un sádico, impredecible —dijo Rodríguez—. La atención y el cuidado salvarán a Johnny. Ahora depende de ustedes. De todas maneras, voy a enviarles una patrulla a que dé vueltas por la cuadra.
No podíamos estar contentos. En sentido escricto, Johnny no había regresado. Su cabeza estaba con Jansen, con La Ciudad. Los tres psicólogos por los que pasó para que “superara el trauma” solo obtenían monosílabos. El único que podía hablar con él era Bicho, así que lo convertimos en nuestro picahielos que habría de ablandar a Johnny y regresarlo del exilio. A él lo mandábamos en la vanguardia en las exploraciones a su cuarto. Cuando Johnny nos daba permiso de entrar, poníamos discos y subíamos Lucky Charms con leche y refrescos. Nos pasábamos las mañanas de sábado tratando de hacer que Johnny se volviera a interesar en nuestro mundo; él solo respondía con un suspiro y despeinaba a Bicho.
Los gemelos le compraron tres llaveritos de dedo de zombi por su cumpleaños. Creímos que Johnny se molestaría, pero nomás se empezó a reír y dijo: “Estos también los voy a entregar, de su parte”, mientras sacaba del cajón su playera de Mötorhead. Mamá subió plátanos con crema y estuvimos jugando Nintendo todo el día. Johnny nos contó que La Ciudad era lo mejor que le hubiera pasado al mundo, que los periódicos no entendían ni a Jansen ni su mensaje. Nos contó que la vida era muy distinta allá adentro. Sí, tenías que trabajar, pero era necesario para llegar al propósito último. Había que terminar de construir el Reino de Dios (un reino socialista) en la Tierra. Y él estaba dispuesto a lo que fuera para lograrlo. Los gemelos le dijeron que no fuera pendejo.
—¿Por qué lo hacen a escondidas? ¿Por qué no salen en la tele?
—No es tan fácil —contestó Johnny—. Se puede colar algún policía y ¡zas! Tú sí entiendes, ¿verdad, Bicho?
Bicho asintió con la cabeza mientras intentaba matar un jefe del Metroid. Cuca también habló:
—No le andes metiendo cosas en la cabeza. Está muy chico.
—Es por su bien. Cuando salga de aquí, le hablaré puras cosas chingonas a Jansen de ustedes y nos vamos juntos.
Nos empezamos a burlar de él diciéndole monaguillo. Cuca se asomó por la ventana. Había una Ichi-van blanca estacionada en la esquina de enfrente. Los gemelos pegaron con cinta canela los llaveros a la mano de Johnny. Bicho jaló uno y, cuando lo arrancó, explotamos en una carcajada.
Uno de los gemelos terminó en el hospital con fractura expuesta de codo; se habían peleado en un concierto de Black Flag. Su enojo empezó porque Skrewdriver, los teloneros, dedicaron una canción a Carlos Jansen. El coro decía que cada dedo era una muestra de fe. Tratamos de detenerlos, pero cuando los gemelos estan borrachos no hay quien los pare. Golpearon a uno de los de seguridad y se subieron al escenario. Uno de ellos agarró al vocalista y lo golpeó con el micrófono. Él le respondió con un atrilazo en las costillas. El otro gemelo trató de ahorcarlo con una mataleón torpemente ejecutada. Los fans se volvieron locos y empezaron a hacer un wall of death. Los demás gorilas sometieron a los gemelos con llaves bien hechas. Ni siquiera se tomaron la molestia de sacarlos del escenario y ahí mismo les patearon la cara. El vocalista se sumó mientras el guitarrista terminaba su solo y el de la batería comenzaba el suyo.
—Ma, ¿y si Johnny tiene razón?
Mi mamá bajó el libro, respiró hondo.
—No chingues, Cuca. No empieces tú con eso, ¿eh?
—Pero puede tener razón. Digo, el mundo sí es como Jansen dice.
Mi mamá le dio una cachetada; todos en la casa oímos el golpe.
—Ese nombre no se dice. Nunca. Estás castigada. Estás diciendo pura pendejada. No solo me da miedo Johnny, también Bicho. Ahora tú estás igual. ¿Qué no aprenden? No sabes nada. Eres una escuincla ignorante que no sabe nada.
Cuca salió al patio, sobándose la mejilla. Se tiró en el pasto. El día estaba despejado. Levantó la mano hacia el cielo y pensó que no sabría responder si le preguntaran qué dedo usaba menos. Tal vez el meñique. Observó cómo se vería su mano si no tuviera el índice, lo dobló; luego, el anular, el pulgar. Intentó dejando solo dos dedos estirados, como Johnny.
Bicho se despertó por ruidos de claxon. El frío de la mañana competía con el brillo naranja del Sol. Con el meñique de la mano derecha sobre los labios, Johnny le pidió que no hiciera ruido.
—Ya me voy, Bichín. Te regalo las porno.
—¿Todas?
—Sí, pero que no te las vea mi mamá.
Se acercó y despeinó a Bicho con un brazo que parecía más un bate con dos clavos en la punta. Le dio un zape, regresó a la ventana, cruzó el patio y se subió a una Ichi-van blanca que estaba en la esquina. Antes de desaparecer a través de la puerta corrediza, Johnny se volvió y levantó la mano para despedirse. Por el sol, Bicho solo alcanzó a ver una silueta negra. Los demás nos despertamos con el rechinido de las llantas.
Bicho lo vio tan claro como esa mañana, mucho antes de que los demás nos diéramos cuenta. No importaba cuántas veces lo rescatáramos de granjas de jitomate o papa, Johnny solo regresaría a nosotros dentro de una bolsa para cadáveres.