_las caguamas y los días

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—El ruido también es música —le dices a la chica que está junto a ti—. Acá tienes que escuchar la forma en que se ejecutan las reglas, pero en el sentido de matar. Hay una fascinación por la rebeldía en el noise. Es rebelarse al placer de escuchar música; el noise es anulación.

Ella estira la espalda y mira el techo mientras enciende un Marlboro blanco. No es que exactamente le moleste tu sofacama sin relleno y lleno de pelo de gato. Le hartas más bien tú porque tienes la plática más aburrida de la ciudad. Además, hace cuatro días que no te bañas y un par de semanas desde que te lavaste los dientes por última vez.

La chica gira para hablar con alguien más. Quieres seguir con tu monólogo, pero ella se levanta. Tú haces lo mismo y vas por otra cerveza. Has bebido demasiado. Camino a la cocina, notas que alguien se metió a coger a tu cuarto. Vas a sacar a patadas a quien esté ahí, pero primero exiges que quiten las canciones de anime. Te tambaleas hasta llegar a tu laptop, le avientas un vaso con agua y hielos al tipo que puso el opening de Slam Dunk y pones un CD de Melt Banana.

Esta gente (tus amigos, según) murmura lo mismo que cada vez que beben contigo: “Mala copa”, “Uta, pinshi Sergio cabrón”, “No mames, siempre la misma pendejada”. No los escuchas, pues subes el volumen del estéreo mientras salen en fila india; alguien escupe en la duela. En media hora, el vecino va a venir a patear la puerta: “¡Es domingo, culero!”. Tú le vas a abrir y lo vas a espantar con tres aullidos y tus ojos de loco.

Pero por ahora, ya solo, la laptop te refleja y piensas en ti mismo. Sergio: soltero (te cortaron) desde hace cinco años, departamento en el Centro (que tu mamá paga con su pensión), ingeniero de sonido (desempleado desde hace cuatro años), calvo en la coronilla, ebrio casi siempre. Desde hace rato notaste que la gente solo te habla porque las caguamas no faltan en tu depa.

Se te empieza a bajar la peda. Debes ir urgentemente por una cerveza, pues no te soportas sobrio. Es casi la una de la mañana del domingo. Sabes que el OXXO no te venderá alcohol a esta hora, pero lo intentas con la última esperanza que tienes para cualquier cosa, una frágil y ligera. El dependiente la rompe: “Hasta mañana; ya no me deja el sistema”. Ruegas. El otro está con un montón de sueño y sin ganas de discutir. Cierra la ventanilla y te deja ahí, en la transición a la resaca mientras golpeas el vidrio con una moneda de diez.

Regresas a tu departamento. Bebes lo que los otros dejaron en sus vasos; no importa si tienen ceniza o cerillos apagados. Lo haces hasta desmayarte.


El siguiente sábado, tus amigos van por sus caguamas gratis; el dinero que te da tu mama se va en eso y en la renta. Como siempre, los corres en la madrugada del domingo. O más bien, se hartan de tu intento por socializar: gritas, amenazas y cambias las canciones por esos ruidos que llamas arte. Hoy toca el Anode, de Otomo Yoshihide: 45 minutos de puro feedback sin sentido y demasiado fuzz. Alguien se acerca para decirte que estás matando la peda. Le escupes mientras gritas que, si no tuvieras unas bocinas de mierda, escucharía el granulado del performance de Otomo. Empujas a ese alguien, se cae, se rompe el vaso en la mano y empieza a sangrarle. Todos se levantan y te reclaman: “Pinche Sergio”, “Otra vez lo mismo”. Empiezan a dudar en voz alta si beber gratis vale tener que aguantarte. Los mandas a la verga, subes el volumen. El vecino vendrá, bajarás al OXXO, te negarán la cerveza, regresarás a tomarte las sobras. Y así para siempre.

Ya en el OXXO, el dependiente te ve, pela los ojos y desde lejos te hace un no con el dedo. Das de manotazos en la puerta de vidrio y le gritas que no sea mamón. El dependiente desaparece. Aparece de nuevo pero ahora con otros dos; son una triple bandera roja y amarilla. Abren la puerta, te empujan y te dicen que si ahora sí muy gallo. Sabes que no tienes oportunidad, así que te avientas con la cara de frente y los brazos en puño. Uno de los trillizos te mete el pie, caes y te llueven patadas y pisotones. Por suerte, se cansan rápido y te dejan ahí, sangrando por la nariz.

Necesitas una cerveza porque el dolor te está poniendo sobrio. Recuerdas otro OXXO. Caminas hacia allá; son cinco cuadras. Tocas, pides cerveza, te dicen que hasta mañana. Estás muy adolorido como para hacerla de pedo otra vez. Caminas. Pasas por seis OXXO más; todos igual: “Hasta mañana”. Caminas muchísimo.

Ya falta poco para que amanezca. Te detienes a ver si ubicas donde estás: bastante lejos de tu casa, pero reconoces el rumbo. Ves un OXXO en contraesquina. No pierdes nada por preguntar. Te acercas; justo cuando vas a tocar, una adolescente sale. No le calculas más de quince. Te da curiosidad que alguien de esa edad atienda un OXXO en la madrugada. Preguntas si está sola y al instante te arrepientes de cómo suena eso. Te responde que sí, sonríe y te dice que qué se te ofrece. Le pides dos caguamas de Tecate. Te dice que solo le quedan León. Te quedas sorprendido porque, según tú, en el OXXO no venden esa marca; le dices que entonces tres. La ves desaparecer; literalmente crees verla desaparecer entre los anaqueles de papas y pan bimbo. Te espantas un segundo, pero estás pedo y madreado. Nunca podrías confiar en alguien así de borracho. Seguro viste mal.

La adolescente regresa con tus caguamas y recuerdas que no traes cascos. Se lo dices y ella te responde que se los traigas ahí luego. Le sonríes, pagas y te vas. Ahí mismo, abres una caguama y te la tomas en la calle para celebrar. La cerveza, aunque mezclada con sangre de tus encías, te sabe a gloria.


Llega el siguiente sábado. Tus amigos, borrachos inútiles como tú pero con empleo, vuelven a tu casa. En la madrugada del domingo, pones de nuevo tus ruidos (ahora es el Hard, de Keiji Haino). Cuando lo quieren cambiar, vuelves a pendejearlos (“Esta es una puta ópera contemporánea, pinches sordos”) y estrellas tu cerveza en la pared. Mojas a dos tipos que esperan el baño y una chica se quita vidrios del cabello. Todos se van enojadísimos, jurándose nunca más hablarte. Pero ahora es diferente: te das el lujo de ignorar las sobras y vas directo por tus caguamas.

En el camino, te preguntas por qué no le presumes a alguno de ellos sobre esas Leones en la madrugada. Te respondes que si ni un pinche disco de Captain Beefheart aguantan, entonces no merecen compartir tu secreto. Es un trayecto de casi una hora. Aprietas el paso, porque se te baja la peda con cada minuto que no estés tomando.

Llegas al OXXO. Justo antes de que toques la ventanilla, sale la adolescente, te sonríe. Alzas los tres cascos, ella asiente y regresa con tus caguamas. Le pagas y te pregunta cómo estás. Le respondes que bien, que ahora ya vas a poder seguir la peda. Ella te pide un trago de cerveza y te muestra un vaso de unicel. Dudas, le dices que está muy chica para beber. Te vuelve a sonreír. Abres una caguama con un encendedor Bic y le sirves. Ella se presenta (Arantxa, “Con X”, dice ella); tú haces lo mismo (Sergio, “Con S”; diez puntos menos por el chiste de señor). Te explica que no te puede dejar pasar por políticas de la empresa. Tú entiendes. La ves un momento: sus ojos están amarillos y hundidos; tiene lodo seco en los tenis e, incluso desde el otro lado de la ventanilla, te llega su olor a ropa húmeda. Quieres preguntar por qué no lava sus zapatos o por qué tiene los ojos así, pero te das cuenta de que se podría enojar. Lo que importa es que alguien te aguanta y te vende cervezas después de medianoche.


Arantxa te pregunta qué música te gusta. Piensas en mentirle (“Zoé”, que es lo que tu mente de 40 cree que le gusta a una mente de 15), pero dices la verdad: “Japanoise”. Ella no entiende. Le dices que es música experimental japonesa. Se queda igual. Ella te cuenta que en todas las tardeadas a las que va solo ponen las últimas de Caló; que a ella le gusta la cumbia, pero le da pena bailarla. Hasta donde sabes, lo último que sacó Claudio Yarto con una banda fue a mitad de los noventa y las tardeadas dejaron de existir cuando saliste de la secundaria. Arantxa interrumpe tus ideas y te pregunta por tu trabajo. Le cuentas que llevas meses (años suena miserable) sin encontrar algo. Arantxa te ofrece que le dejes tu solicitud de empleo con fotografía reciente y que va a hablar con la dueña. Le agradeces y terminan su cerveza. Le preguntas si le gustó. Ella asiente, pero se nota que le cagó el sabor amargo. Sonríes, te despides y abres la segunda caguama en el camino. Rumbo a tu casa, checas la entrada de Wikipedia de Caló. No sacan disco desde hace más de veinte años. Llegas a tu departamento y te duermes luego luego por la peda.


Cada domingo en la madrugada, corres a tus amigos (y todavía se enojan; ya deberían saber que siempre será así) y caminas una hora para ir por las León. Hasta crees que has bebido menos desde que conoces a Arantxa. Ella te hace sentir ingenuo, pero confiado, sin máscaras. Sus preguntas te hacen cuestionarte cosas que habías olvidado hace años (¿no te dan hueva esa música de ruido que escuchas?, ¿por qué no buscas otra novia?, ¿por qué no trabajas de lo que sea?, ¿qué querías ser cuando tenías mi edad?). Tú le preguntas que si no tiene que ir a la escuela. Ella dice que la expulsaron y que le gusta trabajar en la noche. Se entretiene con el inventario y con los cortes de caja. Su turno empieza a las nueve de la noche y termina a las siete de la mañana. Como casi nadie va a esa hora, se pone a escuchar el radio o un casete de cumbia que compró en el mercado la semana pasada. Te lo enseña: es blanco, con letras doradas; tiene todavía su booklet original y está en perfectas condiciones; parece nuevo. Te dice que te lo presta, nada más se lo cuidas bien. Te preguntas si siempre te ha tocado la casualidad de que esté despierta, porque justo antes de que des ligeros manotazos en el vidrio, ya Arantxa está dando vuelta por el pasillo.

Llegas a tu departamento y, como no tienes casetera, buscas en YouTube el álbum completo: No mientas más, de Grupo Cañaveral. Te duermes escuchándolo.


Arantxa te pregunta qué es eso de ingeniero de audio. Le explicas que es como un arquitecto, pero de sonidos. Con la computadora le subes a algo el volumen o lo haces que suene como si tuviera eco. Que todos los grupos necesitan a alguien que les ayude con la grabación. Mientras le sube el volumen al estéreo y retumba el bajo de “Tiene espinas el rosal”, ella te dice que no cree, que los de Cañaveral ya tocan muy bien solos. Te ríes y por un momento piensas que puede ser verdad. Sacas tu Android y le muestras un sampler. Grabas la risa de Arantxa y le subes y bajas el pitch. Ella está encantada con el celular (le dice “tele chiquita”) y piensa que su risa, cuando es grave, suena a la de un demonio y, cuando es aguda, a la de una ardilla. Te pregunta si eres rico y que si compraste tu aparato en Japón, porque ella nunca lo ha visto uno, y eso que en las tardeadas a veces hay chavos de varo. Tú tomas de la León; ella te pide que le rellenes el vasito de unicel. Cuando te vas esa madrugada, notas que Arantxa se esfuerza por caminar derecha. Por un momento parece que está bailando cumbia mientras se mete por los pasillos.


Cada vez menos amigos van a tu casa. No vale la pena aguantarte por unas cervezas. Los tres o cuatro que te siguen visitando casi casi agarran una caguama llena y se van. No solo te están dejando sin alcohol, sino sin cascos. Sigues gastando en cerveza para ellos (¿o para ti?) y cada vez vienen menos. Ahora vas al OXXO en la madrugada no porque lo necesites, sino porque quieres.


Mientras suena “Entrega de amor”, le pasas un cigarro a Arantxa a través de la ventanilla. Sabes que de todas maneras habría empezado a fumar, pero es mejor que tú le enseñes a hacerlo con Delicados y no Camel o, dios no lo quiera, Boots Exactos. Ella tose muchísimo. Va hacia los refrigeradores y se toma una coca de lata. Tú te ríes mientras empinas la caguama. Si hubieras seguido el camino de tu padre y embarazado a tu (imaginaria) esposa a los 25, tu hija sería de la edad de Arantxa. Y te hubiera gustado que fuera como ella: tranquila, pero que le entra al desmama a veces, sincera. En ese momento, crees que hubieras sido un buen padre.


Al siguiente fin, en la madrugada del domingo, la vuelves a cagar con tus amigos (esta vez piensas que lo haces a propósito para que se vayan temprano). Alguien vio que en tu historial había un montón de videos de cumbia, se burla de ti (“No que muy excelso, mi Serch”) y le sueltas uno directo en la quijada. Te caen al instante tres más y te clavan en el piso. Antes de las 10:30 estás solo. Dejas tocando “El paso del gigante” y le subes a todo al estéreo. Coges tres cascos de caguama y te encaminas pensando en si el vecino se va a enojar menos porque de perdida no es puro ruido lo que suena. Dejas pasar todos los OXXO que ves, aunque sabes que cualquiera te vendería caguamas.

Llegas quince minutos antes de las doce. La puerta de cristal está abierta. Una señora de unos sesenta años atiende la caja. Le dejas los cascos. Vas al refrigerador, pero solo hay Indio y Tecate en caguama. Le preguntas si ya no hay León. Ella te dice que solo se venden Tecate o Indio; que no te puede aceptar los cascos. Le dices que te han vendido León ahí. Ella dice que ha trabajado en ese OXXO cinco años y nunca han vendido León. Con tres caguamas de Tecate en mano, preguntas por Arantxa, que si no vino a su turno hoy. La dependiente te dice que no conoce a ninguna Arantxa. Se la describes: quince años, pálida, con tenis sucios, que trabaja en la madrugada y que te vende León desde hace meses. Ella sube las cejas y te ignora mientras atiende al de atrás.

Sales del OXXO y te quedas viendo la banqueta. Los otros clientes tienen que abrirse mucho para no chocar contigo. De reojo, notas algo pegado a la pared. Crees que será una de esas cruces que la gente pone donde murió alguien. No tendría por qué tener nombre, solo una fecha de finales de los noventa. Pero volteas y la cruz es una bolsa de burritos que alguien tiró afuera de la tienda. Abrazas tus cascos vacíos y te vas a tu casa.


Piensas que tal vez el alcohol ya te afectó el cerebro. Dejas de tomar algunos días. Ahora, te culpas todo el tiempo de tu vida, de la de Arantxa, de la del vecino. Te culpas de lo que salió mal en la vida de tus padres y en la de tus amigos. Tu humor empeora y empiezas a compensar con tabaco. A la semana, ya oyes un silbido en tu respiración.


Regresas algunas veces al OXXO a diferentes horas para ver si está Arantxa. Te quedas en la puerta y no te atreves a entrar; has de oler bastante mal (ya ni te acuerdas cuándo fue la última vez que te bañaste), porque alcanzas a escuchar que las dependientes te dicen “pinche vago”. Pensaste que dejar de tomar te daría claridad; ahora todo parece más nebuloso. Es el mismo lugar, solo que tiene un aire extraño. Crees que se ve más sucio, como si no lo hubieran limpiado en meses; parece que los estantes están casi vacíos. Pero todo ha de ser tu imaginación. Este es un OXXO más y ya.


Un día, llegas después de las doce. Traes un envase de caguama vacío. Es la primera cerveza que vas a comprar en tres semanas. Estás a punto de tocar y pedir una León, pero te arrepientes y regresas corriendo. ¿Qué te hubiera gustado más? ¿Que Arantxa saliera o que no? La segunda respuesta te deprime al instante. Se te olvida comprar la caguama.


Dejas de contestar los mensajes de tus amigos. Algunos (pocos) te insisten en verse. Gastas el dinero que te da tu mama en comida decente (por primera vez en muchos meses comes más que sándwiches de jamón barato). No puedes dormir. Te levantas en la madrugada asustado. ¿Tienes miedo de Arantxa? ¿O de las caguamas que le compraste? ¿Eran reales? O tal vez ya te explotó la esquizofrenia. Lo cual es peor, porque no tienes dinero para el psiquiatra y tu mamá no te va a prestar. La verdad es que no sabes si tienes miedo. Más bien te sientes miserable como hace mucho no te sentías; tan aburrido y triste como antes de conocer a Arantxa.


Ves ofertas de empleo por internet solo por hacer algo. Todos quieren becarios para no pagarles lo justo y correrlos en un mes. A ti no te van a querer contratar porque estás “sobrecalificado”, aunque la verdad es que estás viejo para ellos. Tu mamá ya amenazó con que te va a quitar el dinero, te dijo que te estás haciendo comodino. Odias más tu vida y a los demás. Tus amigos se cansaron de intentar hablar contigo. El Akuma no uta ya va por su tercera vuelta en el estéreo.


Un sábado en la tarde, mientras ves una serie que ni te gusta, te pones más triste de lo que recuerdas haber estado nunca. Te duele la cabeza. Te da paranoia, te tiemblan las manos, piensas en Arantxa y te saboreas unas León. Salivas. Piensas que podría ser síndrome de abstinencia, pero eso debió afectarte a los días de dejar de tomar y no tres meses después. Te empieza a faltar el aire, te tiemblan las manos y tienes un vacío en el estómago. Sales de tu departamento. Empieza a oscurecer. Caminas una hora para llegar al OXXO de Arantxa. Ves desde lejos que la puerta todavía está abierta; entras y revisas las vitrinas: no hay León. Sales y esperas en la esquina. Falta bastante para la medianoche. Estás cansado.


Justo a las doce, los dependientes cierran la puerta. Estás a punto de irte cuando suena “Vienes y te vas” —con Los Askis, por supuesto—; la canción retumba desde unas bocinas invisibles que están en medio de la calle; todos los vecinos de la cuadra deberían estar despiertos, pero ninguna ventana se enciende. Y puede que sea porque no hay suficiente luz o porque no tienes suficiente alcohol en la sangre, pero Arantxa atraviesa la puerta sin abrirla; abraza tres caguamas de León y flota hacia ti con un Delicado encendido en el borde de los labios.

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