_las liebres y el hielo

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Después de que eché la primera palada de tierra sobre el ataúd de mi papá, supe que en Hipólito ya no tenía nada. Al cruzar en la línea de autobús más barata que encontré; al enseñarle al fronterizo la Visa; al ver el desierto pasar por la ventana; al mismo tiempo arrugaba un pedazo de sobre manila en la mano. En él, con sus últimas fuerzas, mi papá escribió un nombre, Concha —la hermana de mi mamá—, y un teléfono de San Esteban. Tres semanas antes, fue mi cumpleaños. Cumplí veinte.


En la esquina de la 22 y la 14, le marqué a mi tía desde un teléfono de monedas. Con el tono más neutral que me salió, le dije que mi papá se había muerto y que necesitaba un trabajo y dónde vivir. La oí suspirar. Me dio su dirección y me dijo que pasaba por mí en donde estuviera, con un tono como si supiera que el destino de las mujeres de nuestra familia era abandonar Hipólito. Dije que no, que gracias; llevaba en la bolsa el dinero que me dejó mi papá. Además, quería despejarme un poco caminando y comprar unos cigarros. Nunca había fumado y este me parecía un buen momento para empezar.

Cuando Concha abrió la puerta, reconocí el mismo labio leporino que tenía mi mamá y me acordé de la única foto que nos tomamos como familia: mi papá me carga mientras mi mamá mira hacia la cámara. El labio de arriba deja ver un poco el incisivo; su boca siempre me recordaba el hocico de una liebre. Y es que eso significa leporino, “conejo”. Yo tengo una cicatriz parecida, solo que más pequeña y del lado izquierdo. Pensé en mí, en mi tía y en mi mamá como si fuéramos un montón de liebres blancas.


Concha vivía en un depa de una recámara y una sala, que era también comedor, cocina y zotehuela. Arriba de la televisión había platos; al lado de la estufa, una plancha; unos bancos eran el tendedero. Su baño olía a jabón Roma y a Pinol. Eso me hizo sentirme como en mi casa.

Mientras cenábamos espagueti con salchichas, me contó que no sabía de mi mamá desde hace años. Como yo, ella llegó a su casa, trabajaron juntas en un restaurante de gyros y después se marchó en la madrugada y ni se despidió. Le conté cómo se murió mi papá y que el casero no me quiso seguir rentando; que aunque consiguiera trabajo, no era de fiar.

—Por la facha —le dije, mientras me tocaba los piercings en mis labios pintados de negro. Ella me barrió un poco. Me iba a enojar, pero tenía las de perder—. ¿Puedo? —pregunté mientras sacaba un cigarro. Concha hizo un gesto que no entendí muy bien, como de enojo, pero también de resignación.

—Pero fúmatelo en la ventana, que se me apesta la ropa—contestó—. Quédate lo que necesites El lunes te buscamos chamba.

Me hizo una cama en el sofá. Le di todo el dinero que todavía tenía. Esa noche me sentí rara: lo único mío en ese momento era la ropa que llevaba puesta.

Concha trabajaba en una compañía de limpieza. Conocí a su jefe a los dos días de llegar. Desde que entré, supo que no tenía papeles; creo que las Dr. Martens de fayuca y el cabello verde tampoco le gustaron. Como favor a Concha, me contrató, pero si la migra lo presionaba, no iba a meter las manos por mí. El sueldo era casi el doble de lo que le pagaban a mi papá después de treinta años en un despacho jurídico.


Nos pusieron a limpiar un lugar a unas veinte cuadras del departamento. Era una bodega llena de congeladores en las paredes; estaban puestos hasta el techo y tenían cada uno un número. En otra sección de la bodega, había un brazo mecánico enorme y un horno industrial, con una ventana para ver hacia dentro; al lado, una plancha de metal. Atrás de una pared de tablarroca, había un taller y una oficina. La bodega solo abría de diez de la noche a cinco de la mañana. Trabajábamos ahí un supervisor, güerísimo y siempre con un traje sastre café que le quedaba grande; un turco que mantenía la máquina; Concha y yo.

No platicábamos mucho. Después de contarle del cáncer de mi papá y de que reprobé dos veces el examen para entrar a la universidad; después de que me habló sobre los meses que vivió con mi mamá y sobre su juventud, el silencio nos pareció más cómodo. A veces volvíamos a casa juntas, aunque yo prefería caminar sola. Le inventaba cualquier cosa para quedarme más tiempo en el trabajo. Concha entendía. O le daba igual.

Concha vivía en una zona industrial, llena de calles amplias y sin gente desde las seis de la tarde. Me gustaba caminar por ahí y escuchar el eco que hacía la cadena en mi cinturón. El sonido se me hacía como un ritmo de batería; me dejaba pensar: ¿iba a buscar a mi mamá o seguiría trabajando hasta que la migra me cachara? Las dos cosas eran una pérdida de tiempo.


No sé mucho de mi mamá. Me acuerdo de unas vacaciones en la playa. De seguro fue en Acapulco. La foto que tengo es de ese viaje. Mi mamá decía que el agua de mar le podía infectar la cicatriz del labio. Mi papá le contestaba que sería más fácil que un tiburón le arrancara un cacho de pierna. Ella ni se movía y se quedaba en la arena, viendo cómo nos revolcaban las olas. Encontramos un cangrejo transparente; era del tamaño del dedo gordo de mi mano. Se movía de lado mientras lo perseguíamos y nos reíamos de que alzaba sus pinzas y sacaba los ojos. Como que quería fingir que era más grande que nosotros. De alguna manera, mi mamá hacía lo mismo: nos retaba con solo quedarse en la playa, sin mojarse los pies.


Concha y yo llegábamos antes que el turco y el supervisor. Primero limpiábamos las oficinas: regar las plantas, sacudir los estantes y fregar los baños; luego, el cuarto de la máquina: aquí barrer y trapear. El supervisor nos prohibió siquiera pasarle un trapo a los controles. Lo único que podíamos hacer era subir un fusible y abrir la llave de gas del horno. Así, cuando el supervisor y el turco llegaban, ya estaba todo listo para trabajar. El cuarto de la máquina olía a aceite y a metal.

El turco tenía veinticinco y había estudiado ingeniería. Que no sé si era turco ya, porque sus abuelos habían nacido en San Esteban. Se llamaba Sila y me contó que en Turquía ese era nombre de mujer, pero que no le importaba. Según él, sonaba a algo como una ciudad antigua, de esas que ya son ruinas cuando las descubrieron hace mil años.

Un día, acababa de salir de la bodega y Sila me alcanzó. Yo venía fumando. Me pidió encendedor y vio mis botas, ya desgastadas y sin bolear. Se burló de ellas, me preguntó si era gótica. Le eché una mirada bien culera en silencio. Nos acabamos el cigarro sin hablarnos. Empezamos a caminar juntos. Unas cuadras más adelante, se despidió sin voltear y se fue por una esquina. Al otro día, me regaló un walkman y tres casetes. Me los dio, dijo, para disculparse por lo de ayer y para que no me aburriera en el trabajo.


A mi papá le encantaba bailar. En mi casa, la misma donde murió y la que rentó durante toda su vida, siempre había música de fondo. Un día, mi papá y yo practicábamos algunos pasos en la sala; me decía que era para que en las fiestas no me la pasara sentada. Ponía mis pies sobre sus mocasines y él levantaba las piernas; me sentía como en un juego de feria. Entre vueltas y quiebres, veía a mi mamá en la cocina, con la mirada perdida y un cigarro a medio acabar en el cenicero. De tan quieta y con la cicatriz de su labio, parecía que nada más estaba esperando una desgracia.


Empecé a fumar dentro del depa. Una vez, Concha me pidió un cigarro y me contó que mi mamá abortó dos veces antes de que yo naciera. El primero fue natural; el segundo la dejó en cama por una infección en el útero. Se salvó de milagro y creyó que se había quedado estéril. Cuando supo que estaba embarazada de mí, mi papá lo vio un regalo del cielo. Concha me contó que mi mamá no dejó de fumar religiosamente su media cajetilla diaria.


Sila me llevaba un nuevo casete cada semana. Casi siempre eran de industrial: ritmos que parecían hechos por pistones y ladrillos al caer de un camión de redilas. Me hacían sentirme en sintonía con el brazo mecánico y el horno.

Una vez, Sila me prestó un casete negro con detalles dorados.

—Este es el soundtrack de una peli japonesa —me dijo—, Tetsuo, el hombre de acero. Es de un vagabundo que le gusta meterse tubos en el muslo. A la mitad de la película, lo atropella un camión y el metal lo contamina por completo, lo convierte en una máquina. ¿Capisci? —quería decirle que un turco con frases italianas era lo más ridículo que había escuchado; aunque también lo más tierno—. La vi hace como diez años. La verdad ni le entendí, pero la música está genial.

De las pocas cosas que disfrutaba de mi jornada era entrar al cuarto del brazo y poner la primera canción de ese casete de Chu Ishikawa. Me gustaba hacer coincidir los acentos de la música con los sonidos del horno. Era como si las máquinas se hablaran mientras barría, como si existiera entre nosotros un lenguaje secreto de chirridos y chispas.


A Concha le caía bien Sila. Decía que era buen tipo, pero que no me encariñara: que cualquier día de estos nos iban a cambiar de sede. Para ella, el industrial no era otra cosa que ruido y lo que necesitaba en esta vida, la nuestra, la que compartíamos en ese departamento de un sillón y en esa bodega de dos espacios, era silencio.


Mi mamá era una máquina y mi papá, su operario. Ella cumplía y, después del trabajo, sacaba humo y rechinaba, quejándose de otro día más. Mi papá la aceitaba, le hablaba con cariño y la mantenía para que sus refacciones estuvieran siempre bien conservadas, pero ella no respondía, no podía: simplemente funcionaba y se apagaba en la mesa de la cocina, con su cigarro a medio acabar.

Me acuerdo de uno de sus cumpleaños: sentada como siempre en la cocina, las luces apagadas y yo y mi papá le cantábamos “Las mañanitas”. Cuando apagó la vela, aplaudimos. Ni una vez sonrió y solo me acarició la cabeza. Se fue a dormir, y mi papá y yo nos acabamos el pastel. Me dio diarrea; falté a la escuela y mi papá, al trabajo; vomité todo el día. Mi mamá salió a trabajar y en la noche solo pasó a mi cuarto a preguntarme cómo me sentía, aunque no esperó a que le contestara y se fue a dormir.


Sila me llevó al cuarto de la máquina.

—¿Sabes para qué sirve el horno, capo?

Encogí los hombros.

—Adivina.

Lo vi con cara de odio. Así no iba a acabar de limpiar a tiempo.

—Uy, perdón —contestó mientras se reía. Después, se puso serio—. Hay como dos mil mortos no reclamados por año. Gente que quién sabe quién es. El gobierno los conserva por dieciocho meses. En algún lado los tienen que guardar. Esos congeladores tienen cadáveres en hielo. Cada uno de esos bloques tiene una fecha; ahí es cuando el gobierno ya no tiene obligación legal de guardarlo. Revisamos a diario esta libreta —alzó un cuaderno de pastas verdes, de esos que usan los contadores—. Cuando un número llega a su, cómo decirlo, “caducidad”, activamos la máquina; buscamos el bloque. El brazo lo agarra, lo mete al horno y se incinera. ¿Quieres ver uno?

Sila apretó unos botones en un teclado y el brazo puso un bloque sobre la plancha. Nos acercamos y quitó la escarcha con un trapo. Ahí dentro estaba un anciano, negro, con la barba llena de canas. Tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta, casi como si sonriera. Podía verle hasta las verrugas de la piel.

—¿Por qué está tan claro el hielo?

—Ah, los congelan con agua destilada. Así logran que esté transparente, sin minerales ni nada, sin gases atrapados. Imagínate: alguien quiere buscar a su pariente acá y, para ver si sí es, tendrían que descongelar cadáveres a cada rato. Es lo mismo si la policía viene a revisar los cuerpos. Lo más práctico es congelarlos así; solo le quitas la condensación con una tela y tienes el cadavere enfrente como si estuviera fresco. Bueno, se ven un poco raros por la refracción, no porque estén muertos.

Sila se rió. Yo solo pensé que estaba medio pendejo y miré el cuerpo. Parecía que el anciano flotaba unos centímetros sobre la plancha, como si estuviera atrapado en vidrio pulido. Sila tosió un poco.

—No te conviene que les veas mucho la cara —dijo—. Bueno, a mí me funciona fingir que todos son iguales. Es más fácil pensar que solo hay un morto y lo metes un montón de veces al horno.

Sila prendió la máquina otra vez y puso el casete de Chi Ishiwaka en su radio portátil. Vimos trabajar el brazo durante todo el día: sacó una adolescente pelirroja; un hombre obeso, negro también; una anciana calva; y un niño con joroba y una pierna más corta. Cuando los bloques tocaban el horno, se oían como gotas de agua al caer en un sartén caliente.


Me acuerdo de mi papá cuando llegaba del trabajo, con su portafolio, sus camisas de manga corta y el gafete del despacho. Yo iba corriendo a saludarlo, pero él me acariciaba el cabello y se iba directo a la cocina, donde estaba mi mamá con la mirada perdida y su cigarro a medio acabar. Solo después de besarla en la mejilla, preguntarle si tenía hambre y que ella contestara que no —o a veces nada—, regresaba conmigo y me cargaba. Mi mamá seguía estática hasta entrada la noche. El único movimiento era el humo que salía por la cicatriz de su labio superior.


A Concha la transfirieron a unas oficinas en el Centro. La bodega no necesitaba tanto personal de intendencia. Concha prefirió que yo me quedara porque el camino al departamento se podía hacer en media hora a paso rápido; además, ahí estaba Sila. Por esa temporada, el supervisor dejó de ir: también se decidió que era un gasto inútil. Sila aprovechó para conectar su estéreo portátil al sistema de altavoces y escuchábamos toda la noche discos de Ministry, de Throbbing Gristle y, siempre que activaba el brazo, poníamos a Chu Ishikawa mientras veíamos pasar las caras congeladas. Con algunos hispanos, muchos negros, demasiados niños, adictos con los brazos destrozados, Sila y yo completábamos una pequeña orquesta. El director era el brazo. Siempre a la misma velocidad, siempre con la agilidad de un gato obeso y robótico.


Concha me contó que no conocía bien a mi mamá, o bueno, que nunca la llegó a conocer realmente. Ella había sido igual en Hipólito que en San Esteban, callada, en un eterno stand by. Concha decía que desde pequeña había sido así; que se la pasaba viendo su cicatriz en el espejo. Creyeron que estaba loca o algo. Cuando entró a la adolescencia empezó a fumar y, como el abuelo les tenía prohibido fumar en la casa, ella empezó a hacerlo en la sala. También Concha recordaba su cigarro a medio acabar, congelado en el cenicero. Ella se acordó de la marca: Delicados, sin filtro.


Sila se fue unas vacaciones, solo se iba a ir cuatro días y no quería pedir permiso para que no le descontaran. Me enseñó a manejar el brazo y a interpretar los datos de la libreta de “caducidades”.

—Es muy fácil, ragazza. Solo metes el código de acá, aprietas este botón y, si se necesita, calibras con esta palanca para que la máquina no choque con los congeladores. Apenas le di mantenimiento. Si el brazo rechina, llena este bote de aceite. Si se traba, resetea la consola así.

—¿No sientes raro de estar moviendo cadáveres todo el día?

—Te acostumbras. Además, pagan mejor que en un McDonald´s —sonrió y me empujó con la cadera. Le sonreí de vuelta—. ¿Presto?

Contesté que sí y me dejó meter tres cuerpos al horno yo sola. Sacó unas Budweiser y brindamos por mi “graduación”.


De regreso al departamento, me recargué en un barandal junto a los canales de desagüe. No tenía ganas de llegar con Concha todavía. Hacía mucho que no veía salir el sol. Me puse un cigarro en la boca y, cuando saqué el encendedor, mi cartera se cayó al desagüe; por suerte no traía dinero. Encendí el cigarro y la vi hundirse bajo un montón de lirios. Apenas amanecía. Me puse los audífonos y, mientras sonaba Chu Ishikawa, noté que algo flotaba hacia la pared de concreto. Se estrelló con un chasquido de agua abajo de mí. Por un momento creí que era un feto, entre morado y gris; pero no, era una muñeca. La miré un rato y me acordé del único regalo que me dio mi mamá. Fue cuando cumplí cuatro o cinco. Como siempre, mi papá y yo cantábamos “Las mañanitas” mientras ella fumaba en silencio y con el humo que se escapaba por su labio. Se levantó, fue a la sala y me dio una caja envuelta en celofán azul. La abrí más sorprendida que contenta: era uno de esos Nenucos que tienen un agujero entre las piernas y otro en la boca; venía con una mamila y unos pañales de tela. El punto era darle agua para que orinara y cambiarlo como si fuera un bebé de a deveras. Le dije que gracias a mi mamá y le di un beso en el cachete, que ella por supuesto no respondió, y me fui a jugar a la sala. El muñeco venía defectuoso: tenía el orificio tapado; si le daba la mamila, el líquido salía por la boca, dislocada en una “o” eterna.


Sin Sila, los días en la bodega eran bien lentos y aburridos. Aunque también me gustaba estar sola. Podía ver los cadáveres con calma, pensaba en sus hijos, sus amigos o sus esposos; pensaba en si ellos sabían que ya estaban muertos o si el hielo los engañaba, como si estuvieran esperando a que sonara el despertador.

El brazo zumbaba sin moverse. Apreté el botón y dejé que el horno se tragara el cadáver de un adolescente, con mucho vello púbico, que parecía chino. Marqué en la consola el número que seguía. La máquina rechinó, la puerta del congelador se abrió con un sonido de aire a presión. El brazo tomó el bloque; se veía más pequeño. Cuando el hielo se acercó a la plancha, el disco de Chu Ishikawa estaba a punto de acabarse. Quité la escarcha y vi a una mujer de, yo creo, cincuenta años. Con el cabello delgado y varias partes de la cabeza calvas; tenía tierra en las uñas. El antebrazo derecho estaba morado, casi negro; se veían algunos agujeros gangrenados; también los tenía en el otro brazo, entre los dedos del pie y en el cuello. Aunque la cara estaba llena de arañazos, alcancé a ver la cicatriz. Igual que la de ella, la herida de esta mujer le alzaba el labio y se veía un pedazo de diente amarillo. El casete terminó y escuché cómo se regresaba automáticamente. No tenía sentido buscar información en la libreta; ahí solo había números y fechas. Nunca iba a poder saber cómo se llamaba esta persona o donde vivía; ni siquiera dónde la encontraron o de qué se murió.

Calculé el tiempo para que, al empezar de nuevo la música, el brazo se activara con el sonido acolchado de los pistones. La máquina metió el bloque en el horno. Pensé si lo correcto era llorar o rezar, pero supuse que activar el brazo y encender un cigarro ya era ceremonia suficiente.

Normalmente, los cuerpos tardaban como dos horas en cremarse. A través de la ventanilla del horno, pude ver las llamas azules.

La mujer se consumió en media hora, junto con el casete de Chu Ishikawa.

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