La última vez que vi a David, mi exjefe, fue en las escaleras de metro Zócalo. Nos encontramos mientras yo iba bajando las escaleras; él subía. Apenas si levantamos la mano para saludarnos. Cruzamos rápido e incómodos. Antes de dar la vuelta por el pasillo, voltee y lo vi correr escaleras arriba. También se volteo para verme. Volvimos a alzar la mano, más tímidos todavía. Durante el camino a mi departamento, miré mi muñeca izquierda; ya no tenía ninguna cicatriz. Solo me quedaba el recuerdo de la mano de Eli (morena, delgada, diminuta, casi inexistente) alrededor de la mía.
Tres años antes, regresábamos de una comisión en San Luis Potosí, la más cansada y tediosa de la que me acuerdo. Desperté cuando ya estábamos orillados. Eran casi las doce y había luna nueva. David checaba el GPS.
—¿Todo bien? —le pregunté mientras me acomodaba en el asiento vencido del Tsuru 97 y abría una cajetilla de Delicados. En el estéreo seguían los Misfits.
—Sí, pero ya me perdí —dijo con una sonrisa mientras me dejaba ver el celular—. Desde hace como media hora, pero no te quería despertar.
Miré la pantalla: estábamos a unos diez kilómetros de la autopista a Ciudad Valles, una línea amarilla y con muchas curvas; nosotros éramos un punto azul en medio del blanco indefinido del mapa.
—No hay bronca —suspiré mientras agarraba una de las muchas bolsas de Fritos y cacahuates Mafer que había en el asiento de atrás—. Solo hay que seguir en la carretera. Tenemos que salir a huevo a un pueblo o encontrar una gas. Ya ahí preguntamos.
David arrancó. Unos metros más adelante, noté que miraba de reojo el indicador de combustible. Teníamos tres cuartos.
—No estés de paranoico, güey —le dije entre bostezos. Él me arremedó y yo chasqueé la boca, divertida.
Decidí cambiar la música por algo más tranquilo, pero mi celular no tenía señal. Puse el Marquee Moon, que era de lo poco que descargué en la mañana.
En lugar de la carretera, la luz de los faros se extendía en el vacío y en el zigzageo de las curvas. Del lado derecho, teníamos un cerro mordido; del izquierdo, barrancos enormes. A lo lejos brillaban tres antenas de radio. Parecían el cinturón de Orión.
Manejamos sin hablar durante una hora. No pude dormirme otra vez.
—No he visto ningún letrero ni salida.
—Tampoco yo —encendí otro cigarro y señalé dos luces móviles al extremo del barranco mientras sacaba el humo por la nariz—, pero allá abajo está la autopista. Salimos porque salimos.
Confiaba en David tras el volante. Durante muchas comisiones, cuando ya estábamos cansadísimos de levantar encuestas y vaciar datos en Excel como posesos, me decía: “Ahorita tú duérmete. Yo me echo el regreso”. Nunca tuvimos un accidente y, aunque él no fumaba, me dejaba acabarme cajetillas enteras dentro del coche. Era divertido ver cómo casi se le salían los ojos cuando se aguantaba las ganas de toser.
Durante los dieciocho meses que estuvimos en la misma empresa, David nunca exigió que nos quedáramos después de la hora de salida, hacíamos home office durante semanas, y nos protegió, arriesgando su puesto, cuando el supervisor de ventas quiso despedirnos por no entregar unas bases de datos que no nos tocaba. David era un jefe como nunca tendré otro. Lo extraño.
Acabó el Marquee Moon y puse el Funkadelic, que David traía en su cel. Comenzó una curva demasiado cerrada que casi hizo que tirara el cigarro que acaba de encender. Me agarré de la puerta y sentí que el automóvil jalaba hacia fuera, pensé que nos íbamos a salir de la carretera. Vi a David frenar con motor y logró controlar el coche, pero tuvo que bajar muchísimo la velocidad. La curva se hizo menos aguda y empezamos a ver triángulos de emergencia; creo que conté como veinte. ¿Quién trae tantos en su cajuela?
Justo al salir de la curva, antes de que David acelerara de nuevo, nuestros faros iluminaron un Valiant Acapulco en la cuneta, lleno de óxido y con un hombre al lado que sacudía un trapo rojo. Vimos que el auto se sostenía en un gato. David se estacionó más adelante y encendió las intermitentes.
—¿Te vas a parar? —mi voz se oyó más aguda que de costumbre.
—Creo que trae una niña en el asiento de atrás. ¿No viste?
Me quedé callada, con la vista fija al frente. Vi a alguien en el asiento trasero. Nada más. La oscuridad solo se cortaba por nuestra luz y por el sonido del motor en espera de huir. David metió reversa y quedó a lado del Valiant. El hombre, con unos acampanados de mezclilla y camisa vaquera blanca, gastada y sucia de aceite, se recargó en la ventana del copiloto. Olía a sudor y cocacola.
—Buenas. Se me ponchó la llanta y mi refacción no sirve.
—Buenas —respondió David al tiempo que inclinaba la cabeza para verle la cara al hombre—. Ahí atrás está la nuestra.
—Gracias, voy quitando el gato.
David se bajó. Vi hacia el Valiant. La luz interior estaba prendida. Sí había una niña en el asiento trasero.
Oí que el hombre y David cambiaban la llanta. Preferí mirar el barranco y entretenerme en pensar si sobreviviría una caída en él. Cuando voltee para buscar a mi jefe, la niña estaba afuera de mi ventana. Su vestido parecía de primera comunión, aunque ya beige y roto. Me asustó lo rápido que se ha de haber movido.
—¿Tienes comida?
Le dije que sí. Bajé, apagué el cigarro en la cuneta, le abrí la puerta de atrás y me senté junto a ella.
—Solo traemos papas, nena, y unas aguas —le pasé una botella.
La niña devoró los Fritos, masticaba con la boca abierta y se limpiaba los dedos en su vestido. Me dio mucha ternura.
—¿Viven por aquí? —le pregunté.
—En Matehuala.
—Andan medio lejos de tu casa. ¿Cómo te llamas?
—Eli.
La niña siguió comiendo. Nos quedamos calladas un rato mientras miraba a David y al hombre lidiar con el cofre del Valiant. Revisé la cajetilla: quedaban cinco cigarros. Cuando alcé los ojos, la niña ya estaba junto a mi cara. Olía a queso en polvo y a saliva. Me agarró la muñeca izquierda y me clavó las uñas. Su mano era muy pequeña, delgada, morena.
—¿Me puedo ir con ustedes? Por favor, ya no quiero estar en el coche. Tenemos como una semana de carretera. Me quiero bañar y tengo hambre.
—¿A dónde van? —traté de quitármela, pero apretaba un buen.
—A casa de mis abuelitos.
—Espérate, me estás lastimando —me soltó un poco—. ¿Y viven muy lejos?
—No sé. Déjame irme con ustedes. A mi papá se le ponchan las llantas a cada rato. Le pedí que ya no fuéramos, pero dice que tiene que dejar lo que trae en la cajuela. Y nada más estamos dando vueltas. Tenemos como una semana de carretera.
Oí el motor ahogado del Valiant. Una, dos, tres veces intentó arrancar. David se subió al asiento del piloto. La niña me soltó la mano.
—Yara, el señor no trae gas tampoco. Dice que si le echamos aventón.
La mirada de David estaba confundida. Yo empecé a respirar bien rápido.
—¿Crees que haya bronca? —señalé con la cabeza al hombre del Valiant.
—No sé.
David miró a la niña. Ella se asomaba por la ventana hacia el barranco; tal vez también calculaba su muerte si caía en él. Mi jefe me miró y yo solo vi mi celular. Todavía éramos un punto azul perdido en blanco. Encendí otro cigarro.
—Pues vamos. ¿Él sabe dónde hay una gas?
—Ya le pregunté. Está igual de perdido que nosotros.
Mi jefe se bajó del auto, le dijo algo al hombre, fueron a su cajuela y los perdí de vista unos segundos. Regresaron al Tsuru. David estaba pálido. El hombre se quedó de copiloto y yo atrás con la niña. Mi jefe, nervioso, me veía a cada rato por el retrovisor. Sentí un vacío en el estómago. Voltee hacia la ventana y encendí otro cigarro.
Anduvimos alrededor de una hora. Nadie hablaba más que el hombre, que le hacía conversación a David; mi jefe contestaba “Sí”, “No”, “Pos sí ha llovido”. Después de un rato, creo que el hombre se hartó de esas respuestas, recargó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Los únicos sonidos dentro del auto eran el motor de nuestro Tsuru y Eli al devorar los Mafer. Yo revisaba el GPS con paranoia: seguíamos en ningún lado.
Después de otra curva cerrada, en donde otra vez pensé que nos íbamos a salir de la carretera (pero ni el hombre abrió los ojos ni Eli dejó de comer los Mafer), vimos unas luces. David aceleró. Llegamos a una gasolinera. El hombre y David estuvieron un momento sentados, como si ninguno se decidiera a bajar. El hombre movió la cabeza hacia el OXXO de la gas y le dijo a mi jefe que tenían (así, en plural) hambre. David se bajó y el hombre lo siguió de cerca, justo atrás de su espalda. Fueron a la cajuela y bajaron un bidón para llenarlo de gasolina. Cuando se metieron al OXXO, Eli volvió a saltar sobre mí y me clavó las uñas en el mismo lugar.
—¿Entonces sí me puedo ir con ustedes? No quiero ir con mi papá. Ya me cansé del coche y mi papá no se va a parar hasta que deje lo que trae en la cajuela. A cada rato se nos acaba la gasolina y se nos ponchan las llantas. Por favor, llevamos como una semana de carretera.
Me bajé del auto y le dije que me acompañara al OXXO; ella me miró enojada, pero también un poco triste, y bajó con cara de berrinche. Entramos a la tienda. Vi que el hombre se preparaba un hot dog; Eli escogía unas papas. Me quedé mirando las tarjetas de regalo. De repente, David me jaló del brazo, puso un dedo en su boca en señal de silencio y empezamos a caminar lento hacia la salida. Seguía muy pálido. Vigilaba con los ojos abiertísimos al hombre. Nos escabullimos en silencio hasta el Tsuru.
David arrancó y, por alguna razón que todavía no me puedo explicar, no aceleró a fondo. Por el espejo retrovisor, vimos al hombre, con el bidón en una mano y a Eli en la otra. Desde lejos, creí notar que ella tenía la misma mirada que cuando nos bajamos del auto. Las luces de la gasolinera se apagaban mientras nos alejamos, hasta que desaparecieron por completo. Nuestros celulares empezaron a sonar como locos por todas las notificaciones que nos llegaban. Unos segundos después vimos un letrero “Ciudad Valles, 10 km”. David tomó la desviación y entroncamos con la carretera casi de inmediato.
Le conté lo que me dijo Eli; también le pregunté si el hombre le había dicho algo sobre lo que traía en la cajuela. David me dijo que no, pero que, cuando lo ayudó a meter la refacción, vio unas sábanas sucias de sangre (o eso creyó que era) sobre un bulto muy grande. El hombre sacó una pistola y una navaja de debajo de las sábanas y se los guardó en la cintura del pantalón mientras le sostenía la mirada. Me dijo que apenas si había tenido fuerzas para jalarme del brazo en el OXXO y que las piernas todavía le temblaban. Quise preguntarle qué pensaba que nos había pasado, pero supongo que ninguno de los dos tenía energía como para poner siquiera música. Me acaricié la muñeca izquierda: ahí estaban las marcas moradas de cuatro uñas pequeñas. Mientras bajaba la ventana y encendía el último Delicado que me quedaba, supe que estas iban a ser las últimas palabras que intercambiaríamos:
-¿Todo bien?
-No.