_vinieron del norte

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Después de los huesos rotos y las gargantas abiertas, hubo silencio. Martín se limpia la frente; la sangre podría ser suya. Revisa los cuerpos. También revisa la cabaña. Encuentra el cuerpo de Lucas; lo colgaron ahí como si fuera una res, degollado y de cabeza. Martín no llora, pero le duele demasiado; recuerda su voz, la tranquilidad que le daba. A él o a cualquiera de la tribu. Justo por eso lo mataron.


Vinieron del norte, de la isla Kaffeklubben. Cuando todavía teníamos radios, televisiones e internet, nos enteramos: un rompehielos fracturó un glaciar en busca de petróleo. Despertaron una especie antiquísima. No fueron ni grises ni pleyadianos, ni siquiera nosotros los que nos extinguieron. Fue un hielo enorme y su mensaje de un pasado que nadie puede reclamar como suyo.


Un tiburón boreal eclosiona y sale del vientre el 23 de febrero de 1455, el mismo día que Gutenberg imprimió su primera Biblia. Ve a su madre solo por un minuto; en ese momento, un copépodo que vivía en ella va a parar al ojo izquierdo de él. Después, ella sigue el rastro de un cadáver de arenque. Él nada en dirección contraria y nunca volverán a encontrarse.


Martín encuentra una botella de litro y medio de agua marrón. Se tardó demasiado en rastrearlos. Se acabaron las pocas balas y la comida que tenían. Así que no solo Martín perdió a Lucas y a su tribu; también agotó sus propios recursos en esta búsqueda. Se queda otras horas en la cabaña; revisa cada rincón. La recompensa: una barra de granola caduca y un cigarro mojado.


Parecían toros blancos. Parecían. Asumimos que lo más similar a ellos era un hormiguero, con una reina central, inalcanzable, desconocida, supuesta. Eran agresivos y voraces y su botana favorita éramos nosotros. Nos rastreaban donde quiera. Eran masacres tras masacres tras masacres. Si duramos tanto fue porque llegamos a ser demasiados humanos, esparcidos por todos lados. La respuesta militar fue inmediata y fracasó. La carne de estos toros emanaba una especie de pulso electromagnético que volvía inútil nuestra tecnología: radares, misiles teledirigidos, celulares. Todo moría cuando se acercaban. El ruido blanco era su marcha de guerra.


Martín sale de la cabaña. El bosque se extiende frío y con niebla. Atardece. Camina sin dirección. Busca un río. Ahora hay muchísimos más que hace cincuenta años, pero debe tener cuidado. No solo están los toros blancos; también los lobos, los osos y los pumas reclaman territorios que les pertenecieron siempre. Martín piensa en tres cosas: comida, agua y que, de alguna manera, el asesinato de Lucas todavía pertenece a su mundo, es algo que puede entender, algo por lo que puede entristecerse. No existe solo la furia ciega de los toros blancos. La venganza sobresale entre la indiferencia de la naturaleza.


En medio del caos, un periódico siberiano sacó una nota que casi a todos nos pasó desapercibida: se había visto a toros blancos comer, con la misma voracidad que a los humanos, a colonias enteras de Phodopus sungorus, el hámster ruso común.


El tiburón boreal se cruzó con los humanos dos veces en su vida: la primera, fue con el cadáver de un bucanero francés arrastrado hasta el ártico. Había muerto cerca de Isla Tortuga después de un sitio español. Extrañamente, el cadáver llegó íntegro, hinchado de escorbuto y agua; aunque esto el tiburón no lo supo muy bien: la colonia de copépodos ya le había devorado el ojo izquierdo y, con el derecho, solo distinguía sombras. El tiburón, sin miedo, mordió el costado izquierdo. El sabor no le agradó y faltaba la consistencia gelatinosa que solo los calamares tienen.


Millones de recursos se gastaron para entenderlos y destruirlos: biólogos, médicos, psicólogos, lingüistas, zoólogos y etólogos lo intentaron. En algunos enfrentamientos, se obtenía un cadáver de toro blanco por decenas de cadáveres nuestros. Las necropsias sacaron en claro algunas cosas: devoraban todo cuerpo humano que encontraban, vivo o muerto, no parecían seres inteligentes (al menos no como nosotros), emitían ese pulso electromagnético a través de sus músculos, eran ciegos pero detectaban la esencia humana a unos 10 kilómetros. Anaeróbicos, bastante fuertes, pero de poco peso y pésimos trepadores. No había caracteres sexuales a la vista. Un grupo de científicos sudafricanos encontró que la única biomolécula identificable en sus cuerpos era un isómero de la dopamina, que compartían con el homo sapiens.

Se supuso que así era como nos rastreaban: “olían” nuestra molécula. Intentamos suprimir nuestra dopamina y, en efecto, los toros blancos nos ignoraban, nos volvíamos invisibles para ellos. Pero el precio era altísimo: los soldados que se sometieron al experimento murieron asfixiados por Parkinson a los pocos días.


Martín piensa en su vida antes de los toros. Recuerda a su padre y los entrenamientos de comando en el desierto de Sonora. Durante su adolescencia, creyó que sería inútil saber prender una fogata o desollar un venado. También, que era sádico que su padre lo dejara encerrado bajo tierra durante días (para acostumbrarse a la oscuridad). Ahora, entrenado desde siempre para ser un depredador, agradece en silencio a su padre. No lo extraña. Lo odia. Aunque le enseñó lo más importante que se puede saber en estos tiempos: devora o te devorarán.


La segunda vez que el tiburón boreal se topó con un humano se encontró con un montón de ellos. El casco del Titánic se hundía en el Atlántico norte. El tiburón, ahora ya ciego, olía a todos morir a unos cien metros. Pensó si era buena idea acercarse por algún bocado, pero el desplazamiento de agua lo desanimó. El aroma de una hembra se asomaba por el norte. El tiburón nadó hacia ella.


La tentación escatológica fue demasiada: grupos extremistas surgieron alrededor del mundo. Los toros blancos eran un castigo de dios. Los de herencia semítica rastreaban su origen en las siete plagas de Yahvé; los budistas los pensaban como la separación definitiva de los skandas. Suicidios colectivos y escuadrones de la muerte completaban el exterminio. Si acaso un dios nos castigaba a nosotros los humanos, nos preguntábamos cuál habría sido el pecado de los hámsters rusos.


Martín da el último trago a la botella de agua. Va a vomitar violentamente dos kilómetros más adelante. Pero ahora, sigue caminando: piensa en las noches en que Lucas los arrullaba a todos con una canción de cuna. Nunca creyó que hombres duros y despiadados, exmilitares, rompehuelgas, policías y sicarios, se acurrucaran como cachorros alrededor de una fogata y se dejaran ir, tranquilos y dóciles, por el canto de un enano tan delgado como Lucas. Martín no quería aceptar el mundo en el que estaba, uno salvaje, animal; no quería aceptarlo, excepto cuando se acercaba a la fogata y esa voz hacía que cerrara los ojos con una sonrisa.


Abandonamos las ciudades. Regresamos a ser tribus, el dinero dio paso al trueque, la democracia al feudalismo, la tecnología al ritual. La historia del mundo iba en reversa. Nadie acumulaba más que comida y agua. A nadie le importaba el mercado ni los sobornos. Ahora, vivir o morir dependía de tu tribu; lo importante era la continuidad de lo común. El grupo protegía y salvaba; a veces, hasta de los toros.


La culpa y el dolor se reparten en partes iguales dentro de Martín. Él fue quien contactó a los madereros del oeste, él fue quien convenció al concejo de hacer tratos con ellos, él fue quien sirvió de intérprete y diplomático. Y durante unos meses, todo iba muy bien. Pero la madera, tratada para evitar las termitas, la fuente de calor que les permitía no morir en el invierno, se convirtió en la desgracia de Lucas.


Siempre creímos que el mundo se iría con nosotros. No fue exactamente así. Lo que desapareció fue el mundo humano, al menos como lo conocíamos. Ninguna empresa, ningún gobierno sobrevivió. Tuvimos que recurrir a otras cosas, cosas que no esperábamos que surgieran: la compasión fue un poco más útil que la violencia. Y así, rascamos un poco más de vida, nos creamos un espacio, cada vez más pequeño, pero algo todavía nuestro.


Una de las matriarcas se lo dijo directo:

—Lo envidian. Lo quieren para ellos.

—No podemos dárselos —contestó Martín—. Es de todos nosotros. Sin él, moriremos.

—Habrá guerra si no se lo entregamos.

—Pues iremos. Y ganaremos.

—No podemos darnos ese lujo —la matriarca se acercó y puso su mano sobre el hombro de Martín—. El concejo decidió una tregua. No será ni de ellos ni de nosotros.

Martín se quedó callado y miró a la matriarca.

—Los muchos son primero. Recuérdalo. Lucas nos hace mejor la vida. Pero sin la madera, ni siquiera tendríamos vida. Vive con nosotros y déjalo ir.

La matriarca se alejó. Martín miró un tronco arder. Se dio cuenta de lo mucho que disfrutaba el calor de esa fogata y, por un segundo, lo prefirió a Lucas. Sintió que había traicionado a alguien, no a Lucas, no a él, no a la tribu. Simplemente, se sintió un traidor.


—No me hagas esto, por favor.

—Es tregua, Lucas. Solo así vamos a ser todos juntos. Si no, vamos a tener que ir a la guerra.

—¡Pues vamos! ¡Tú y yo podemos matar a su cacique! En la noche. Esta misma noche.

—Sería más guerra, Lucas.

—Entonces, matamos a todos los madereros. Conservamos un artesano o dos, aprendemos su arte y, y, y…

Lucas se calló. Tenía miedo, no comprendía el por qué de su sacrificio. O sí entendía, pero entender su destino no significaba que lo quisiera. Abrazó a Martín un buen rato. Martín solo le palmeó la espalda.


En una semana, un grupo de cuatro verdugos, mitad de la tribu de Martín, mitad de los madereros, fue por Lucas y lo llevaron a una cabaña lejos de ambas aldeas. Lo asesinarían y, con su corazón fresco, se cerraría la alianza entre los pueblos.

Si Martín se hubiera decidido a seguirlos unas tres horas antes, habría alcanzado a Lucas vivo, lo habría rescatado y hubieran hecho su propia tribu, una de dos personas, una con canciones de cuna todo el tiempo. Pero se tardó demasiado, lo detenía el miedo de no poder regresar, de saber que salvar a Lucas era, de alguna manera, también condenarlo a lo salvaje, a los lobos, a los pumas, a los osos. Martín podía protegerlo de cuatro verdugos distraídos, pero jamás de un par de toros blancos.


Martín oye algo, indefinido: ruido blanco, el rugido de guerra de los toros. Realmente ya no tiene razón para correr, se le acabó la barra de granola y está muy cansado. No trae siquiera su machete. Pelear sería inútil; correr también, pero de todas maneras lo hace. Se mueve lo más rápido que lo deja la deshidratación. A lo lejos, ve una torre de electricidad. Corre hacia ella.

Martín trepa con sus últimas fuerzas. El metal está frío y el rocío de la mañana lo vuelve resbaladizo. Con subir unos cuantos metros, sería suficiente para librarse de los toros blancos, pero sigue subiendo, hasta la punta. Se acomoda, enciende el cigarro que encontró en la cabaña y mira el bosque, que se vuelve cada vez más blanco. Martín cree que es la neblina lo que cubre el horizonte, pero después ve que se mueve como si fuera un líquido. En alguna época, pensó que la tribu lo mantendría a salvo, que habría un momento en que vivirían, humanos y toros blancos, cada quien por su lado. Ahora se da cuenta de que este planeta ya no tiene lugar para él ni para ninguno que se le parezca.


El tiburón boreal pasó cerca de Kaffeklubben cuando el rompehielos fracturó el glaciar. Escuchó a los toros escapar de su encierro milenario.

Décadas después, cuando el último de los humanos era devorado, el tiburón descendió más que nunca; cazó una medusa abisal. Nunca supo lo que era la belleza ni la compasión ni el desprecio ni el odio. Terminó su cena y subió a aguas más iluminadas.

Para él, los últimos cincuenta años de la humanidad fueron un parpadeo, una corriente tibia por donde nadó alguna vez en verano.

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