—Me siento atrapada en esta casa; nunca salgo y no he comprado ropa en años. Se me hace que te valgo madres.
—Carajo, mujer— dijo el Sr. Clos mientras se frotaba los ojos—. Esta fecha es la más fuerte del año.
—Puto.
Esa discusión no era nueva. Cada 365 días, la señora Clos se ponía particularmente aprensiva y celosa desde hacía 200 años (lo había encontrado con unos obreros franceses sobre las rodillas). La pelea siempre era igual: ella gritaba, el señor Clos bajaba la cabeza y terminaba saliendo de la oficina para llorar en su trineo, donde, según él, nadie lo oía berrear.
Los demás habitantes de esa casa, cortísimos de estatura, con narices respingadas y mejillas rojas, agregaban cada Navidad una broma al repertorio de chistes sobre los Clos: “¿Sabes por qué anda tan emputada la señora? Porque el señor es de Closet”; y remataban con los clásicos: “¡Arrestaron al señor Clos por posesión de armas blancas! ¡Encontraron dos puñales en su cama!”. Así, los elfos sobrellevaban jornadas de trabajo de veintidós horas, helados para desayuno, comida y cena, y un salario que únicamente podían gastar en las tiendas de raya del polo norte. Negreros, decían; capitalistas sin alma, susurraban. Pero, como no conocían otra cosa, ningún otro lugar, ni ningún otro clima, simplemente seguían trabajando.
—Siempre pones de excusa el trabajo. ¿No ves que yo también me jodo?
—Tú no haces ni madres —respondió Clos, a punto de explotar.
—Me la paso todo el día trabajando en la casa.
—Eso no es trabajo de verdad, por eso no te pagan.
—Ya te quiero ver, cabrón, haciendo comida para mil de esos desgraciados y luego limpiando mil baños.
—Si cagan puros copos de nieve.
—¡Mierda al final de cuentas!
—Me voy a hacer el reparto.
—Ándale, vete. Como siempre, dale la vuelta a las cosas.
El señor Clos salió de la oficina. Azotó la puerta con enojo reprimido y caminó entre las bandas de producción. No podía pensar claro; su cabeza le pesaba y le dolían las rodillas. Estaba harto de los gritos de su esposa y de los rumores de acoso laboral. Desde hace décadas, no tenía unas vacaciones y añoraba terriblemente Siberia, en donde había conocido a Nanuk, un muchacho inuit que lo deslumbró como hace mucho no se deslumbraba. “Sería buenísimo que me lo llevara a Costa Rica unos días. Solos él y yo, sin su novia, sin mi esposa. ¡Lo que no haríamos!”. Sus pensamientos se interrumpieron por una conversación. Un par de elfos se reían de él.
—Mira, ya se va el agachón. A ver si ahora sí nos pagan bien.
—Cállate; te va a oír.
—Ése no sabe nada, con tantas nalgas de hombre no tiene ni idea de qué año es. Y si me oye, mejor. Igual y cambian las cosas por acá.
El señor Clos escuchó muy bien. Ellos decían que era un pelele, homosexual, mandilón, hazmerreir, cursi, pasado de moda. Ya nadie creía en la magia de la Navidad (ni siquiera él). El odio le invadió las orejas y la nariz. Una vena en la frente del señor Clos punzaba y sus puños se apretaron hasta quedar entumidos. Entonces, decidido, regresó a la oficina. “¿Conque bien puto, eh? Pues ahorita nos las arreglamos”, sonó en su cabeza. Azotó la puerta y se quedó congelado en el umbral.
—¿No que ya te ibas?
—Estoy cansado de tus pendejadas— dijo él, en un tono que, en vez de agresivo, resultó suplicante.
La señora Clos siguió con una retahíla de injurias. Él oía, pero en su cabeza sólo se repetía una cantaleta: “Chíngatela, chíngatela, que no mame, no te puede hablar así”. En uno de sus manoteos, la señora Clos tiró una lámpara que estaba sobre el escritorio. Como si el ruido del foco al reventar fuera la señal de “arranquen”, el señor Clos se aventó sobre su esposa. El primer golpe fue un bofetón, bien acomodado, en la mejilla derecha. La señora Clos, con la nariz sangrante, intentó decir “Ésta me la pagas”, pero otro golpe, ahora en la boca, hizo que se tragara sus palabras. Le astilló dos dientes.
—Espérate, Nico, por favor— gimió ella.
“Qué Nico ni qué madres”, sonó en la cabeza de Clos mientras la empujaba hacia el suelo. Le pateó las costillas hasta que un “crack” y un “¡ay!” le avisaron que había fracturado un par de ellas. “Chíngatela bien, no te andes a medias”, volvió a escuchar, ahora con una voz entre chillona y grave, entre masculina y femenina. El señor Clos tomó el volumen más grueso del librero y se lo estampó en la nuca cuando intentaba incorporarse; asestó otra vez con el libro y el cráneo de la mujer rebotó contra la duela. El golpe le abrió la ceja a la señora Clos, que a estas alturas ya tenía pinta de boxeador que va perdiendo.
El señor Clos se detuvo a mirar a su mujer. Los dos respiraban entrecortadamente, uno, de rabia; la otra, de dolor. Salió de la oficina; todos en el taller se habían dado cuenta de lo que había pasado. Los elfos estaban callados y su silencio se coreaba con los zumbidos de las máquinas. “¿De poquitero andas, Nico? Uta madre”, se burló la voz en su cabeza. Clos regresó a la oficina, aullando como un animal loco. Cayó sobre su esposa y le araño los brazos y las piernas, le mordió el hombro y le arrancó piel y carne. Sujetó la cabeza de la señora Clos y la azotó una y otra vez contra el piso. Tomó la lámpara rota y le golpeó la sien a su esposa tres, cuatro, cinco veces hasta que otro “crack” (ya sin el “¡ay!”) le avisó de la fractura del cráneo.
Los espasmos en los pies de la señora Clos confirmaron que ahí ya no había nada por hacer. Escupió al cadáver y quiso decir algo, pero no encontró una frase apropiada.
Salió de la casa, subió a su trineo y empezó a llorar, sólo que ahora lo hacía más bajo, casi silbando. “Así estamos buenos, Nico. Vamos a agarrar la peda”, dijo la voz en su cabeza. Clos latigueó a los renos con la mano temblorosa y, antes de perderse en la oscuridad, revisó la lista de los niños que se habían portado bien ese año.