Ahí está su jaibolero. Ese vaso guarda algo de él. Siento náuseas por el último ron-con-coca; me levanto al baño. Un policía amenaza con su pistola. Oigo gritos. Entran más policías. Vomito afuera del baño, bajo la figura del Budita. Alzo mi mano para sobarle la panza y sé que él no va a regresar.
Nunca había visto La Coqueta. Fue un domingo con mucho sol la primera vez que entré, después de que mi esposa se fuera con nuestras hijas. Era una cantina de medio pelo; sillas bonitas, una rocola decente y baño para mujeres. Los precios, accesibles. Desde que puse un pie adentro, me sentí tan a gusto que regresé a diario.
Después de una temporada, don Poncho, dueño y cantinero de La Coqueta, se volvió mi amigo. Platicábamos de cosas sin importancia: pinches viejas, pinche trabajo, pinche gobierno. Don Poncho se quejaba de que nunca tenía clientela suficiente e iba a quebrar; yo, de que la vida nunca me había tratado como me merecía.
Los parroquianos de La Coqueta se dividían en dos grupos: uno, aburridos oficinistas, como yo, y el otro, una pandilla de indigentes que se hacía notar por sus gritos, su alegría y lo borrachos que acababan; don Poncho les fiaba todo. Llegaban como a las seis de la tarde y no sé a qué hora se iban, porque yo tenía como regla llegar a mi casa, en el estado que fuera, a más tardar a las once de la noche —como me había acostumbrado cuando vivían conmigo las niñas—. Don Poncho me explicó que eran unos “vecinos” de la colonia y que le daban mucha lástima; a pesar de que por ellos La Coqueta iba perdiendo más y más dinero cada día, el cantinero no tenía corazón para negarles sus tragos.
Eran bastante agradables. Al entrar, se dispersaban cada uno en una mesa. Contaban chistes, albureaban y nos divertían a todos. Ya bien instalados en sus mesas, pedían un trago y remataban con “apúntemelo, don Ponchis”. En un acuerdo tácito que entendí a la segunda, lo que tomaban los vagos iba directo a las cuentas de los que ya estaban en la mesa.
Me tocó “apadrinar” a uno que le decían el Budita. Era un hombre que bien podía rozar los cincuenta mal vividos o los setenta bien conservados. Su ropa estaba más sucia que la de los otros vagos, su panza asomaba descomunal por debajo de una camisa del Necaxa. Calvo, con unos cuantos mechones grises en las sienes y la nuca; tenía ojos pequeños y cafés, casi siempre entrecerrados, como si le molestara la luz. Hablaba fuerte y gritaba cada que podía. Lo primero que me dijo cuando se sentó me dejó mudo: “Te ves muy triste, mano. Pues calmado, que ni la vida ni nada es nada”. Le pregunté qué significaba eso y respondió: “Que todo vale madres, ¿no?”.
Empezamos a hablar. Me contó que vivía en un espacio de dos por dos atrás de un restaurante a unas cuadras de La Coqueta, que bebía de lo que le daba la gente y, por supuesto, de la caridad de don Poncho. Otra cosa, lo más extraño en el Budita, era que traía su propio vaso. “Mi querido jaibolero”, le decía.
En un momento de la noche, ya con bastante rones-con-coca encima, me invitó a dar una vuelta por la ciudad. Me cayó tan bien que rompí mi regla de no llegar después de las once a la casa. Él tomó celosamente su vaso y lo limpió con una servilleta.
Dimos vueltas por el Centro hasta la madrugada. Seguíamos hablando, bueno, más bien, él seguía hablando y yo escuchaba. Decía cosas muy raras, como que sus amigos eran las nubes y las banquetas: “La cosa está en vivir como si no fueras tú, que todo se te resbale —confesó—. Que si no hay para chupar, pues tú pones; que si no traes, pues otro; que nadie, pues ni modo. Así se puede vivir sin dramas y sin andarla sufriendo”. Sonreí entretenido; me parecía que el Budita tenía una sabiduría corriente, pero efectiva. No tenía nada que ver con esos libros de autoayuda o con lo que parloteaban en las iglesias. Él era más real, aunque yo no entendía bien lo que decía. Tenía una sensibilidad bastante aguda por los detalles de los edificios: “Mira esa ventana, mano. Está bien chula. Se alcanza a ver un poco de la sala o el comedor. Bonita la pintura, ¿no?”. Pero también fantaseaba como un niño. Conocía a todos los perros callejeros de la colonia y les inventaba historias: “Ahí viene el Robespierre. Anda bien enculado con la Doñajosefa, pero nada más no puede porque esa perdida es novia del Cachurras”.
Me gustaba pasear con él. Todos los días se sentaba conmigo en La Coqueta y me soltaba pequeñas frases que me iluminaban la noche y la cabeza. “Yo tuve una vieja y una hija. No me importa mucho qué hagan. Y mejor así, porque, si empiezo a pensar en ellas, de seguro la culpa me va a quemar todo el día”. Me enteré, por lo que contaba, que el Budita tuvo un buen trabajo y que vivió en una casa grande y con muchas ventanas; ganaba mucho dinero, pero “esas cosas ya no me interesan. Lo único que hacen es pienses en ellas todo el tiempo. Eso no es para mí, mano. De mi vida pasada, nada más tengo mi jaibolero. Fondo, mano”. Me hacía reír. Desde que mi esposa se había ido, yo no era más que un robot que cumplía horarios de trabajo y de cantina. Con el Budita como mi cómplice, los días eran soportables, divertidos, llenos de aventuras, aunque sólo platicáramos y camináramos toda la noche.
El Budita era algo especial. Otro de los vagos, Pepeloco, se sentó con nosotros una vez. “Pinche suertudo, el Budita ya te agarró cariño”. Mi amigo se rio muy duro “Pepescuas, que ni la vida ni nada es nada”, “Tú con tus ondas extrañas, Budita, pero se te quiere. Y tú —me dijo— cuídamelo bien”. Pepeloco se levantó de la mesa y me dejó con una sensación de superioridad. Me sentía inflado porque era el “padrino” frecuente del Budita. Desde ese día, y recordando algunas pláticas con otros clientes, me di cuenta de que mi amigo era tratado con un profundo cariño. En La Coqueta, él era una figura de autoridad; incluso a don Poncho se le veían las ganas de llamarle “maestro”. Lo respetaban y cuidaban que siempre tuviera su jaibolero a la mano. Nadie se metía con él y, cada que podían, nos hacían la tercera en la mesa.
Otro día, después de dos rones-con-coca, me dijo “Mano, ¿me acompañas a donde duermo? Es que me duele un poco la panza”. Salimos y lo llevé casi cargando. Se veía muy mal, había perdido la vitalidad que le saltaba de esos ojos pequeños y casi siempre entrecerrados. Entramos a su cuartucho. Vivía realmente en un espacio de dos por dos, con solo un colchón y botellas vacías de Tonayán. No tenía televisión, ni siquiera una lámpara. Lo ayudé a acostarse y se durmió al instante. Me quedé con él unas horas. Lo escuché roncar; entre sombras y con la poca iluminación que entraba por la ventana de su cuarto, me fijé que el sueño del Budita no era tranquilo. Me preocupé, ¿acaso estaría enfermo? Como a las tres de la mañana me fui a mi casa. Antes de salir, se despertó. “No te preocupes, mano. Estoy bien. Que ni la vida ni nada es nada. ¿Nos vemos mañana en La Coqueta?”. Le dije que sí y le pregunté si quería que pasara por él para irnos con don Poncho. “Mejor allá nos vemos. ¿Dónde está mi jaibolero?”. Se lo di. “Venga, ahora sí. Hasta mañana”.
Esa noche, soñé que el Budita y yo estábamos en un campo verde. El único sonido era su voz. Sentí que yo ya no era yo sino un fuego que se extinguía, tranquilo, sin luchar por encenderse de nuevo. Las palabras del Budita iban apagándome; de rojo, pasé a azul y luego empecé a temblar hasta que desaparecí. El campo verde ya no estaba ni iluminado ni oscuro, no era ni verde ni de ningún otro color, no estábamos en ningún lugar, nada era nada, sólo pura quietud y silencio. No sentía mi cuerpo. Se me hizo todo muy natural, como cuando se regresa de unas vacaciones largas. Tampoco era que sólo yo tuviera un estado de calma en mi cabeza. La tranquilidad era una y compartida: era la misma que estaba afuera, era la que sentía el Budita, era la que tenía el campo que no era ni verde ni de ningún otro color. De pronto, todo se apagó. En ese momento, me desperté. No entendí un carajo, pero estaba muy feliz como para ponerme a preguntar cosas.
Al otro día, mi amigo me esperaba en La Coqueta. Le conté mi sueño. “Caray, mano, pues andabas bien pedo, ¿no?”. Le pregunté qué podía significar. “Ni idea, pero tú tranquilo, si la vida ni nada es nada. Mejor vámonos por unos rones-con-coca”.
Salimos muy borrachos de La Coqueta y le invité unos tacos. Pidió ocho de suadero en trozo. Aunque no dijo nada, me dio las gracias con el eructo de cilantro y cebolla que le provocó el último trago de Mundet rojo. Después de cenar, estuvimos caminando por el Centro. Cuando llegamos a la Alameda, el Budita me dijo “Estamos medio lejos de mi casa. Vamos a dormir aquí en el parque”. Buscamos unos cartones y nos acomodamos debajo de un árbol muy grande que tenía un hoyo en la base. “¿Ya te conté cuando, de pedo, me quedé dormido bajo un árbol como éste? Fue en la época en que dejé mi casa, mi trabajo y a mi familia. No estoy muy seguro, pero se me hizo que estuve dormido tres días allá abajo. Pinche cruda loca. Cuando me desperté, sonaba en mi cabeza ‘Si la vida ni nada es nada’. Esa frase se repetía y repetía y, ¡zas!, entendí todo. Cómo es la vida, qué es ser feliz. Desde entonces ya nada me preocupa y, ¡mírame!, ando a toda madre”. Me dormí con la esperanza de que yo, cuando despertara, tuviera un “Que ni la vida ni nada es nada” en la cabeza. Esa noche, otra vez soñé con el Budita y el campo verde.
Nos despertó un policía. A empujones, nos quitó del árbol. Apenas estaba saliendo el Sol y La Coqueta todavía no abría. Lo invité a desayunar a mi departamento. Mientras subíamos por las escaleras, al Bu|dita le brillaban los ojos. Estaba encantado con las paredes descarapeladas, un par de grafitis afuera del elevador que nunca servía, las puertas de los vecinos, las macetas vacías en los recibidores.
Preparé unos huevos con salchicha. Mientras le servía, el Budita sacó su jaibolero y lo llené de vodka. “Anoche —me dijo— volví a sentir que dormí tres días; tú también estabas en el sueño. Raro”. Le quise contar que yo también había soñado con él, pero preferí dejarlo comer su desayuno en paz. Vació su jaibolero en tres tragos y se quedó mirándolo un buen rato. El huevo se enfrió. Terminé de desayunar; el Budita seguía sin moverse “Nada más me une a esta vida mi jaibolero —dijo, sin mirarme—. Por algo siempre cargo este vaso. Es lo último que queda de mí. Ya verás, uno de estos días, ¡lo rompo!”. Se carcajeó muy fuerte y se comió el huevo. Cuando salió del departamento, me dijo: “Te veo al rato en La Coqueta”.
Después del trabajo, me fui directo a la cantina. Estaba muy emocionado porque sentía que entre el Budita y yo había cuajado la hermandad. Los dos habíamos dormido bajo el árbol, los dos habíamos soñado con el otro la misma noche (tal vez hasta tuvimos el mismo sueño); yo conocía su casa; él, mi departamento. Tenía un hueco en el estómago y otro en la cabeza. Pero eso no estaba mal, era la señal de que algo de la sabiduría del Budita ahora era mía. Quería que me explicara tantas cosas. Estaba dispuesto a llegar a La Coqueta y decirle, enfrente de todos, “¡Maestro!”. Me tiraría a sus pies, dejaría lo poco y miserable que tenía de mi vida, cortaría los lazos y me dedicaría únicamente a seguir y aprender del Budita. Iríamos de cantina en cantina por el país (¡por el mundo!) tomando y comiendo de lo que nos regalaran. Viviríamos en cuartuchos de dos por dos, sin televisión, sin recuerdos, sin culpas, llegaríamos a ser una mera sombra de humanidad. Existiríamos como si nunca hubiéramos existido.
Llegué a la cantina con las manos sudadas por la emoción y esperé. Pedí dos rones-con-coca, una cerveza y la botana del día. El Budita no llegaba. Cuando ya me estaba haciendo efecto el ron, Pepeloco se acercó y me dijo: “Vino el Budita a medio día y te dejó esto”. Era su vaso jaibolero.
Volví a mi rutina: del trabajo a la cantina y de la cantina a la casa a las once. Don Poncho se dio cuenta de que me había puesto muy triste, que ya no hablaba con nadie. Se me acercó y me dijo “Oye, todos nos sentimos mal porque el Budita ya no viene. Te voy a ser sincero: tal vez está muerto o en la cárcel. Cuando un vago desaparece, siempre le pasa una de esas dos cosas. No hay forma de encontrarlo. Digo, tú eras quien más lo conocía y ni tú sabes dónde está. Mira lo que compré”. Me llevó a la entrada de los baños. Don Poncho había comprado una figura dorada de un señor gordo y calvo, sonriente, de ojos entrecerrados. La había puesto en una mesa, para que todo el que fuera al baño la viera. “Fui a una tienda de chinos y vendían estatuas como ésta. ¿A poco no es idéntico al Budita? Como no tenemos fotos de él, pues esto ha de servir. Anímate, que la vida sigue. Los vendedores me dijeron que le sobara la panza, dizque da suerte”. Quería llorar. Me fui a mi casa y, al siguiente día, le hablé a mi jefe para decirle que estaba enfermo y que no iba a ir a la oficina.
El Budita no volvió a aparecer. Parecía que no sólo yo sentía su ausencia; hasta La Coqueta misma, las mesas, las sillas y la barra se veían más grises. El único punto que brillaba —y de una manera triste— era la entrada del baño.
El lugar se desmoronó. Don Poncho estaba en números rojos. La banda de vagabundos era menos agradable y más encajosa. Pedían y pedían y se ponían agresivos cuando ya no les fiaban. Empezaron a entrar militares y policías a la cantina y don Poncho ni siquiera les exigía que no vinieran de uniforme. El polvo se volvió una decoración permanente. Los vasos sabían a guardado, ya no había botanas, los precios subieron, las peleas (cosa que nunca había visto en La Coqueta) eran “el pan nuestro de cada día”.
Un día, tres militares golpearon a Pepeloco afuera de la cantina. Estuvo en una clínica del IMSS tres meses, con fractura de cráneo y un ojo reventado. A mí me tiraban los rones-con-coca en la cara. Las redadas eran cada vez más frecuentes y don Pocho tenía que gastar mucho en las mordidas. Poco a poco, la antigua clientela fue disminuyendo y La Coqueta se convirtió en un bar de judiciales. Yo seguía aferrado en que el Budita iba a regresar. Cada que entraba, ponía el jaibolero sobre la barra, miraba hacia los baños y deseaba que el Budita saliera de orinar y dijera: “Órale. ¿Ya vieron este pinche gordo de oro? Pero yo estoy más guapo, ¿no?”.
Ahí está su jaibolero. Ese vaso guarda algo de él. Siento náuseas por el último ron-con-coca; me levanto al baño. Un policía amenaza con su pistola. Oigo gritos. En el pasillo, la figura dorada me sonríe como él me sonreía. Un supervisor discute con don Poncho, que saca papeles y permisos y deja de servir tragos. Los clientes se quejan. Entran más policías. Vomito afuera del baño, bajo la figura de El Budita. Alguien corta cartucho. Me vuelvo y veo que el jaibolero se cae de la barra. En lugar del sonido del cristal al romperse, escucho claro y fuerte: “Calmado, mano, que ni la vida ni nada es nada”. Toco el santo dorado y lo entiendo todo. Ahora sé que estoy despierto: que ni la vida ni nada es nada. Sólo hay un campo verde y el Budita y yo platicamos hasta apagarnos. Justo antes de que todo desaparezca, la boca me sabe a vómito y felicidad.