Faltan ocho minutos para que Luis Miguel Archundia salga al escenario; es la primera vez que va a cantar frente a un público así de grande. Sentado sobre una caja de leche en polvo que van a repartir al final del concierto, descansa un momento para aclarar sus ideas, porque, se convence, ser carnicero no es su destino. Recuerda la primera vez que oyó cantar a Lucía. Las dulces notas de su voz y sus caderas de secundaria le mostraron un mundo desbordado de experiencias que sólo había vivido, cada tres segundos, a través de un canal de televisión. Ella vivía en la casa de enfrente. Aquello empezó con una mirada coqueta en el mercado. Y mejor, a calentar con algunos versitos en voz alta, ahí, sentado, porque si no… Un beso, un toque en la cintura, un abrazo lleno de todo menos de pureza. Luis Miguel le pedía que cantara mientras se desnudaban. Lucía ponía una cara mitad extrañeza y mitad ternura, pero siempre le daba gusto en nombre del amor adolescente. Luis Miguel la oía absorto; a veces no eran canciones sino nada más arrullos al oído, justo donde le dan cosquillas. Conoció su cuerpo, sus imperfecciones constantes, las rodillas chuecas, los nudillos huesudos, los lunares que acogía entre los omóplatos. Pero, sobre todo, Luis Miguel conoció (y se enamoró) de su voz. En una ocasión, lo invitó a cantar con ella, si quería. Luis Miguel, fúrico, le dijo que se callara, que la cantada no era para un macho como él. Aunque, en secreto, quiso hacerlo gritando y para el mundo entero, para sus primos, sus compañeros del salón, su padre, su madre. Su madre, una mujer de cara horrenda y carácter de iguales proporciones, había acompañado, durante la infancia de Luis Miguel, sus labores de limpieza en casas ajenas con un radio de pilas. Y no es que hubiera en casa de Luis Miguel poco dinero —ni mucho—, es que a su madre, avara y codiciosa, no le eran suficientes las ganancias de su esposo en la carnicería (Luis Miguel, tan pequeño, no entendía ni de dineros ni de insatisfacciones por las cuales se gritaban sus padres en el desayuno). Estaciones de rancheras, cumbias, salsas y demás condimentos habían criado a un siete añero Luis Miguel entre camas elegantes, con cuatro pilares y cortinas (¡y él había creído que el único lugar para las cortinas eran las ventanas!), refrigeradores de dos puertas que, como mayordomos electrónicos, con un botón, daban hielo y con otro, agua; autos tan brillantes que sólo podía verlos con los ojos entrecerrados; floreros con plantas novísimas para él. Esencia de clarasol enmarcada por tambores, trompetas, violines y gritos de “¡Viva México, señores!”. Ese radio murió con su madre y también fue enterrado con ella. En el sepelio, Luis Miguel, de la mano de la recién novia Lucía, lloró y no supo por quién, si por el aparato, por la persona o por la música, el Virgilio de sus paseos en mansiones ajenas. Asistieron los deudos (familiares, según), devoraron los tamales y pidieron café como si lo merecieran; le dieron el pésame a él y a su padre. “Lo acompaño en su dolor”, “No somos nada”, “Lo que necesiten, díganme”, “Se nos adelantó”, “Qué buenos están los de rajas, compadre. Saben a los de Arcelia”. Pero nadie le regresó ni la música ni el radio ni a su madre (en ese estricto orden los quería). Ahora, se le ocurre ahora una canción para ese momento, pues para qué la música sino para las penas. La idea le ha venido de Pablo, panadero y amigo. “Primero los cuates, luego las viejas” era su frase para resolver cualquier situación. Estaban tomando unas caguamas en la trastienda de la carnicería (sustituto de dos años de universidad) que Luis Miguel atendía desde que su padre se había autoproclamado demasiado viejo para trabajar. Con el radio por orquesta, a dúo con una voz masculina y llena de alteraciones del AM, Pablo empezó a bailar y cantar unos versos llenos de rencor y amor desgarrado para dos mujeres: una, la esposa y otra, la amante. “A veces sólo con pinches canciones se puede hablar, mi Luismi”. Luis Miguel le confesó (entre broma y no) sus aspiraciones de ser cantante. Pablo, hasta el día de hoy, ha tenido un “no-sé-qué” de misterio que atrae a Luis Miguel y tal vez por eso lo eligió como confidente. “No, mi Luismi, tú eres carnicero y carnicero te vas a morir”. Las palabras de Pablo lo inspiraron a la mala, es decir, lo encapricharon. Así que ¡a clases de guitarra! Pero de la intención no más, porque nunca asistirá a las lecciones y nunca tendrá una guitarra. A mitad de la prepa, decidió comprar un karaoke y unos cedes con pista; a final de cuentas, lo único que en verdad quería era cantar. En la tienda de electrónica, pasó el dedo por los botones de estéreos con pantalla y luces infinitas, y por una empleada que le gustaba muchísimo: la prima de Lucía, Aracely, nueva reina de sus desvelos (usaba, como si fuera uniforme, una diadema rosa sobre el cabello platinado, y sus ojos presumían el uso indiscriminado del rímel). La prima no cantaba, pero gemía, y dejaba que Luis Miguel le aplicara un catálogo surtido de caricias: un toque por acá, otro por allá; metía dedo por atrás, sacaba dedo por atrás; Aracely lo lamía como si fuera una Tutsi pop. Recuerda también a Lucía y, como un huésped detestado, una erección se yergue en la entrepierna. Acomodo rápido, de un solo movimiento, entre el calzón y el abdomen, lo mejor posible, porque qué pena que en el escenario se le esté viendo su hombría a través del pantalón de cuero. Al día de hoy, la opinión no cambia: la prima está más buena. Caderas más morenas, pero más fuertes y decididas; Aracely sabía qué hacer con todo eso que le faltaba a su prima. La memoria se funde: el bamboleo de Pablo en la trastienda, el bamboleo de la prima en el cuarto y el canto de Lucía en el mercado. La erección, a tope, y ni idea de quién lo excita. Tal vez ninguno, tal vez los tres, tal vez la emoción del escenario. Mejor así, una mezcla: la de la albañilería de su deseo. Le gustaba mirarse en el espejo, sin otra prenda más que un collar de chapa de oro y la esclava de su primera comunión, mientras cantaba, imaginándose frente a un estadio de gente y coqueteando con unas fans de las primeras filas. En la silla, acompaña la vorágine de recuerdos con más versos que le llegan, antes que al cerebro, al oído. Le encandila la luz del sol. Su padre le dijo que esto no tiene futuro, que mejor se dedique de lleno, como él, a la carnicería, un oficio de hombres; que seguramente no le faltará casa, sustento y vestido. Luis Miguel, de unos once años, mientras tocaba los muestrarios de tela en una Parisina, había imaginado el vestuario que lo haría aparecer en revistas de moda. Cupo perfectamente entre los rollos con su cuerpo de niño; el olor a telas nuevas le recordaba las promesas inventadas de sociedad y socialité. Una voz (la paterna), con una orden rígida: “¡Salte de ahí, chamaco cabrón!”. Un jalón de oreja, un coscorrón, un zape, más jalones de oreja en la calle, a la vista de todos. Su padre, exasperado (y también preocupado), lo buscó más de una hora. Menos minutos faltan para su primer concierto de a de veras, y Luis Miguel, ya más tranquilo, siente desvanecerse el peso del escenario como algodón de azúcar en la boca. Cuando estaba solo, cantaba y cantaba en su karaoke, compraba y compraba más pistas y hacía fiestas para que sus amigos de la prepa se divirtieran; y él, sentado en su sueño nunca dicho de ser cantante. En un arrebato de temeridad, llevó sus discos a los quince años de su sobrina (de la cual no fue chambelán, porque los hombres de veintitrés ya no son chambelanes) e interpretó dos canciones y una tercera a petición popular. Su padrino Raúl (¡cuánto lo quiere!), con labios alcohólicos, le prometió futuro: “Yo tengo un compadre en el municipio, te hago un espacio en el evento de la campaña si quieres”. Su padre, cara dura, le dijo a Luis Miguel que no le hiciera caso, que su padrino era un lengua larga. Luis Miguel lo ignoró. “Pues órale, padrino Raulito, ya va”. Pues órale, ya va. En voz alta, repite eso para vencer los nervios. De repente, otra voz: la del padrino. Ora, mijo, entras. De los eternos minutos que faltaban, ahora son 5, 4, 3, 2, 1. Sigue, queridos amigos, un jovencito que va que vuela en esto del show: Luis Miguel Archundia,“El Sol”. ¡Ámonos y un fuerte aplauso! Luz, más luz, deslumbrado; la mole frente a él se convierte poco a poco en una hidra de cabezas incontables; algunas las conoce. Levanta el micrófono inalámbrico y lo pone muy cerca de la boca; tiene un nudo en la garganta, pero le ayuda que la pista ya empezó a sonar. ¡Venga con esas palmas, que aquí no nos vamos hasta que se le quite lo enojado al señor de sombrero! Párese a bailar, señora, que ai´ le voy. A los tres años, Luis Miguel se perdió entre la multitud de una iglesia. Una señora se le acercó (¡más que una señora, un ángel; en una de ésas, la mismísima Virgencita!). Con lágrimas y mocos en el mentón, Luis Miguel lloraba en una esquina, ignorado por Dios y por los que cruzaban el atrio. La señora, tranquilidad eterna (tal vez por eso no tenía ni una cana en la cabeza), le consoló con un par de rimas cantaditas, al oído, justo donde le dan cosquillas.
_luismirrey
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