Un hombre borracho monta su caballo. Viene bajando por una barranca desierta. El camino para llegar al pueblo vecino está dos kilómetros río arriba y en la cañada no hay siquiera una de esas veredas hechas por casualidad. Como un títere sobre otro títere, llega hasta el borde del río. Se detiene y mira. No hay nada que hacer ahí. Regresar a su casa le asquea. Escuchar los reclamos de su mujer sobre la falta de dinero, despertar a sus hijos para decirles con el corazón en la mano cuánto los quiere, romper algo en la cocina; todo eso ya es muy común. Cierra los ojos, con la esperanza de que algo cambie. Cuando los abre, al otro lado del río aparece una pulquería abierta.
Se espabila y afina la vista. ¿Qué pulquería está abierta a esta hora? O sus ojos le traicionan o alguien le ha entregado un boleto para romper la monotonía de la noche, de la vida. Calcula: dos blancos, tres fichas, otros dos blancos para la señora que más le guste. Se inicia, entonces, una típica historia de amor entre un hombre y su bebida, pues el río que los separa está crecido por las lluvias. Se maldice a sí mismo, a los montes, al bosque, a su caballo y, sobre todo, al puente que nadie ha construido. Entre insultos, no escucha el crujir de las ramas. Se vuelve, con pereza, cuando ya el desconocido está a su lado.
—Buenas, mi amigo, ¿por qué tan solo? —pregunta el recién llegado.
—Así se nace —responde el borracho.
—Pero para eso se hacen amigos.
Este personaje merece una historia completa para él solo. Aparece a la mitad de la noche, con zapatos de charol, esmoquin, pelo engominado, usa bastón y habla con acento raro.
El borracho dice algo como que la soledad no se cura, que uno siempre está sin nadie, aunque pueda estar rodeado de miles. Mira al de bastón. No lo reconoce.
—¿Y usted? ¿Se perdió? —le espeta.
—En absoluto, estoy en el lugar y tiempo adecuados.
—Aquí no hay nada. Sólo esa pulquería de enfrente, pero ni tanto, porque está del otro lado.
—Invíteme un pulque —dice el de zapatos de charol, mientras acaricia al caballo. El animal relincha nervioso.
—El río está bravo —dice el borracho—. Si nos metemos, no salimos.
—Bueno, mi amigo, le propongo esto. Lo llevo al otro lado y me invita un pulque.
—¿Pues cuántas quiere que le invite?
—Sólo una. Pero por cruzarlo a usted, quiero otra cosa.
—Me cruza usted, cargando será porque no veo de otra—dice el borracho, con un dejo de burla—, le invito algo y después le doy lo que me pide.
El del acento raro ríe y piensa que los borrachos le dan muchas vueltas a los asuntos sencillos, mientras que a los importantes siempre responden “Pues lo hacemos y ya, chingá”.
—Lo tiene todo muy claro, mi amigo —dice el del esmoquin—. Ahora le digo mi precio.
—No traigo mucho.
—Si fuera cuestión de dinero, me habría de deber toda su vida.
—¿Qué quiere, pues?
—A alguien.
—¿Y eso para qué?
—Ya no me acuerdo. Siempre he juntado personas. Supongo que al principio sabía para qué las quería. Pero ya ve, la costumbre es la costumbre.
—No le puedo dar a nadie. No tengo a nadie.
—¿Qué tal usted, mi amigo?
—¿Qué pasa si me lleva?
—¿Quiere cruzar el río o no?
El borracho piensa un segundo y responde muy seguro.
—Llévese a mi esposa.
—¡Excelente! —dice el otro, mientras revisa su peinado en un espejito que oculta en la manga—. Entonces, le construyo un puente, me invita un blanco, regresamos a su casa y me llevo a su mujer. Porque mire, mi amigo, a usted lo considero un hombre de palabra. Resulta que yo siempre cumplo la mía. Los acuerdos, con todas sus letras, son inviolables para mí.
—Un puente tarda mucho —responde el borracho—. Ya voy a estar haciendo otras cosas.
—Le digo que le hago el puente antes de que cante el primer gallo. Si para ese tiempo no lo termino, se cancela el trato, mi amigo.
—No hay hombre que pueda hacer un puente tan rápido.
El otro vuelve a reír. Su aliento huele a huevo podrido. Se quita el saco, se arremanga la camisa y comienza a juntar piedras a una velocidad increíble; arranca árboles de cuajo y los parte con los dientes. El borracho, en ese momento, deja de estar borracho. El susto le ataca lento pero constante, hasta llegar a sus ojos, que se desorbitan cuando se da cuenta del trato que acaba de hacer. Mientras el miedo le sube por la espalda, el arrepentimiento baja hacia su estómago. Espolea su caballo y sube a toda prisa por el monte.
—Mi amigo —el grito se oye justo en su oreja—, no se le olvide que me prometió un trago.
El borracho y su caballo gimen; uno de cansancio, otro de desesperación. Van a todo galope. Llegan a una masa de tablones con techo de lámina que apenas puede llamarse casa. El caballo queda sin amarrar, el borracho azota la puerta y se tumba en el piso de tierra. Su mujer despierta, le reclama lo tarde y el aliento a charanda.
—Cállate —dice él— que ya nos llevó la chingada… bueno, sólo a ti.
Aquél cuenta una historia increíble. La mujer escucha, ofendida por haber sido moneda de algo tan humano como las ansias de beber. Ella piensa como nunca, pues su vida depende de ello. Tiene que creerle; lo hace. Ahora, a solucionar los desmanes de su esposo. Ya debería estar acostumbrada: peleas con otros borrachos, con la policía, adulterio, deudas de juego. Aquél es un completo fracaso. No es un bueno para nada, sino un malo para todo. Y tan malo y tan estúpido que pone en riesgo algo que ni siquiera es suyo.
—Voy por mi rebozo —concluye la mujer.
—Ni un rebozo caro te salva de ésta.
—Cualquier rebozo sirve.
La mujer sale. Recorre en sentido inverso la carrera de aquél. Llega a la cañada y observa. El trajeado está a unos cuantos metros de terminar el puente. Ella quiere huir. Regresar a casa de sus papás o abandonar todo. Convertir en un mal recuerdo esta vida que le ha tocado e irse hacia el norte donde todo está mejor, donde todo tiene que estar mejor.
La mujer sube a uno de los pilotes, se coloca el rebozo sobre la cabeza, lo pasa por el cuello, lo sujeta de los hombros, lo cuelga de los brazos e imita, lo mejor que puede, a un gallo. Entre el miedo y la excitación, suena un canto real. Aun los gallos auténticos se confundirían, se preguntarían, si hablar fuera algo que hicieran: “¿Quién es el nuevo del barrio?”, “Ha de andar borracho, con esos cantos a deshoras”. Kikiriki, kikiriki, repite una y otra vez la mujer. Cacarea como nunca un gallo lo ha hecho, porque ella no es un gallo sino una mujer que necesita serlo. El constructor se vuelve; en el otro extremo, un ave de corral malformada, con cresta negra y sin pico, le ha dado la victoria al borracho. Sus manos están hartas de trabajar para una obra de nada. Grita, que más que grito es un estruendo, el último aliento de un volcán destruido por su propia efervescencia. Desaparece.
Ella se queda. Por un segundo, parece más joven de lo que es. No se ha salvado por un pelo de rana calva, sino por un canto de gallo falso. El regreso a su casa es eterno y purificador, tanto que ya sabe qué le va a decir a aquél:
—A ti ni la chingada te va a querer. Te largas, que aquí nomás estorbas.