Al monje Juan de Yepes le salió una bola en la muñeca cuando uno de sus hermanos quedó atrapado en el oratorio. Juan, al desatascar la puerta junto con tres novicios, escuchó el tronido de una rama, pero dentro de su brazo. En la noche, con dolor y adormecimiento, se dio cuenta de que tenía una protuberancia en la mano derecha.
Juan de Yepes, por temor a caer en pecado de vanidad, no dijo nada. La bola aumentó de tamaño y terminó siendo un defecto de casi dos uñas de diámetro. Por un año dejó de notarla hasta que, en el fervor de la oración vespertina, escuchó una voz clara y grave que dijo:
En una noche oscura,
con ansias en amores inflamada,
(¡oh dichosa ventura!)
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada
El monje se sobresaltó y miró afuera de su celda. No había nadie en el pasillo. Regresó a su oración y, de nuevo, escuchó la voz.
A oscuras y segura,
por la secreta escala disfrazada,
(¡oh dichosa ventura!)
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.
Salió —está vez más rápido— para sorprender al anónimo cantor. Se oía el movimiento de hojas en la celda contigua, el agua de los trastes, pero nada de poetas. Juan recorrió el monasterio esperando escuchar la voz de nuevo. Pasó por las áreas comunes y se detuvo unos segundos en las puertas de sus compañeros, avergonzado por una curiosidad que sentía malsana. Llegó a la capilla y se postró frente al altar. Se zambulló en plegarias más fervorosas y volvió a escuchar.
En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz ni guía
sino la que en el corazón ardía.
Juan se asustó. Sólo podía ser o el Diablo o Dios. ¿En qué momento se decidió que este humilde monje fuera recibido en los lindes divinos o en los fuegos del infierno? ¿Sería merecedor del castigo o del premio? Salió de la capilla y se dirigió a la celda del Abad, dispuesto a confesarse. Sintió el cilicio enterrarse más en el muslo como recordándole que él no era nada frente a la magnificencia del plan divino. Ya podía adivinar las palabras del Abad: «Ora, hijo mío, ora con todo tu corazón, que El Maligno se oculta entre los pliegues del hombre». ¿Cómo orar en situaciones así?, ¿serían las oraciones, sin que Juan lo quisiera, las que hacían que el evento se manifestara? Además, ¿qué significaban esos versos? Por ningún lado veía una enseñanza de la Iglesia; el poema sólo decía cosas como noche, en secreto y casa sosegada. ¿Tendría el Abad suficiente sabiduría para interpretar aquello que había escuchado? ¿Qué tal si la memoria de Juan lo traicionaba? ¿Lo había escuchado con los oídos del espíritu o del cuerpo? Se recriminó la ocasión en que decidió no irse a la cartuja, a vivir en soledad para Dios y con Dios. Aunque también era cierto que, si no era sólo manía, el Santo de todos los Santos (o el demonio) podría alcanzarlo donde estuviera.
Se detuvo. Su cuerpo sudaba preocupado. Intentó recordar los versos y la voz se hizo escuchar.
Aquésta me guiaba
más cierta que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.
Santiago, otro monje, salió de su celda.
—¿Habéis dicho algo, hermano? ¿Puedo ser de alguna ayuda?
—No gracias, hermano, sólo estaba orando y creo que lo hice en voz muy alta.
—Vaya con Dios, hermano.
Los versos estaban ahí, afuera, y no únicamente en su espíritu. ¿Podría acaso Dios hablar en la grosería del mundo externo? Juan corrió hacia su celda. No lo consultaría con nadie hasta no saber quién le hablaba. Se tiró en la cama y rogó a Dios por consuelo. Se puso en posición fetal y usó su mano derecha de almohada. La muñeca quedó a la altura de la oreja. Oyó de nuevo, ahora mucho más fuerte:
¡Oh noche que me guiaste!,
¡oh noche amable más que el alborada!,
¡oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!
Se levantó con un escalofrío en la base de la espalda. No era hora de dormir, sino de hacer penitencia. Cantó, entre susurros, treinta padresnuestros, el Veni Creator Spiritus y el Kyrie Eleison. Su espíritu no encontraba reposo. ¿Habría venido la voz de la bola que tenía en la muñeca? ¿Por qué Dios no le ayudaba en estos momentos de tensión? No podía perder la fe. Aunque esos versos fueran el mismo demonio susurrándole en la oreja, no iba a desesperar. Miró su mano derecha; la bola pulsaba, como si estuviera viva, como si no fuera parte del cuerpo de Juan. Era un órgano sin función y estaba ahí para desequilibrar todo a su alrededor. El monje imaginó que, bajo la piel tensada, la bola se movía, respiraba y urdía planes guiados por el puro instinto de maldad.
Fue a la cocina, agarró un cuchillo y decidió cortarla. No había seguridad de que fuera la bola quien le hablara, pero, como bien dice el Señor: «si un ojo tuyo es causa de pecado, arráncatelo». Con mano firme, acercó el cuchillo. Los versos continuaron:
En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba.
La bola pareció darse cuenta de las intenciones de Juan y, no teniendo más lenguaje que ese poema, completó otra estrofa. La bola enrojeció, pulsó en tono de furia, más y más rápido; la sangre se concentró tanto en la muñeca que se puso morada. Un dolor intenso atacó la parte de atrás de la cabeza del monje. Juan se desmayó.
Al otro día, sus compañeros lo encontraron en el piso de la cocina con un cuchillo en la mano. Temieron lo peor, pero cuando el Abad lo revisó, no encontró ninguna herida. Lo llevaron a su celda y le dieron una porción de carne. Juan se sentía tan débil que ni siquiera tocó el plato. Continúo en duermevela sin poderse calmar para dormir. Se enderezó unas horas después por el calor de la media tarde, tomó de un trago el vaso de agua que le dejaron sus hermanos. Se levantó desconfiado, molido por la lucha. Salió con toda la intención de confesarle al Abad sus pecados y lo ocurrido la noche anterior. Nadie estaba en su celda; era hora del Ángelus. Fue hacia la capilla. A unos cuantos metros de la puerta, escuchó otra estrofa:
El aire de la almena,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cüello hería,
y todos mis sentidos suspendía.
El eco de los versos se posaba en sus orejas, en las paredes y, sobre todo, se concentraba y multiplicaba en ese punto que era la bola en su mano. Asemejaba un remolino acústico, donde las liras iban a morir en espiral para renacer una y otra vez. La repetición hacía que por momentos no se escuchara más que un coro de ruidos omnipresente y desesperante.
Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el amado,
cesó todo, y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
Un golpe en la espada lo hizo caer. Vio, al mismo nivel que su nariz, flores amarillas, blancas y verdes. Un viento leve las movía. Él era un hombre pequeño y, sin ninguna consideración, le había tocado cargar con todo esto, con esas estrofas que ahora se repetían. No podía sostenerse en pie porque algo lo presionaba hacia el suelo. Un dolor en la muñeca, justo donde estaba la bola, empezó a crecer. La piel estaba a punto de estallar, la mano terriblemente amoratada, las venas del cuello y la frente a tensión máxima; la sangre surgiría incontrolablemente, pulsando, salpicándolo todo. Juan tuvo miedo de no comprender y morir solo en medio de ese campo de flores, sin ninguna compañía más que una bola parlante e inexplicable. Le vino a la mente una visión de la hierba teñida de rojo y de su cuerpo convulsionándose, con su espina quebrándose en dos, tres, cuatro partes; los ojos desorbitados pedían una clemencia que ya no podían recibir. Tuvo Juan la visión de su cuerpo sin vida pero movido por un dolor impersonal, un dolor que a nadie le dolía y que simplemente era dolor siendo.
Juan abrió los ojos. Seguía vivo. La bola continuaba creciendo. Sin advertencia, se iluminó y empezó a separarse de él. Primero, estiró casi dos brazos la piel de su mano. El dolor hizo que su espalda se arqueara. La luz que emitía su muñeca se fue haciendo más intensa. El monje gritó de dolor del cuerpo y del alma. Suplicó, a quien fuera, que su vida no acabara así. La bola se desprendió con un chasquido. La muñeca le sangraba y mojaba su hábito. Parecía un niño que no controlaba sus esfínteres. Las lágrimas, a causa del dolor, se confundían con la humedad de sus ropas. La mandíbula, de tanto apretarse, estaba entumida. La boca le sabía a metal y a bilis. Estaba mareado y quería, más que cualquier cosa en ese momento, olvidarse de todo: la bola, la comida, sus entrañas, su vida. Tenía ganas de vomitarse a sí mismo y dejar de estar en ese lugar con el cuerpo maltrecho.
La minúscula estrella quedó flotando a la altura de su cabeza. Ahí Juan pudo ver todo: su pasado, su presente, el momento en que habría de pasar en papel ese poema, el encarcelamiento, las explicaciones que tendría que dar, los estudios eruditos que habría de provocar; también vio a alguien que escribía lo que le pasaba a Juan, su condena como hereje, su ascensión al reino de Dios, su canonización, su título de Doctor de la Iglesia, su muerte, sus amores no correspondidos, su vida si hubiera nacido trescientos años después.
La bola se elevó hacia el cielo; se abrieron las nubes y una luz igual de intensa la recibió. Una voz, en una lengua que ningún mortal habría de entender jamás, le dio la bienvenida a aquello que Juan había cobijado en su muñeca.
El cielo estaba despejado. Juan permaneció tumbado durante horas. ¿Debía aceptar ser el mero medio de su Dios y repetir a sus hermanos lo que había vivido en esos días? ¿Qué tal si el Diablo quería propagar alguna mala doctrina que envenenaría el convento como aguas negras? La sangre se coagulaba en costras violáceas. El pulso se acompasó; ya casi no sentía que sus sienes reventaban. Juan buscó algo en sus recuerdos, en sus clases de teología, algo que le permitiera saber qué le había sucedido. Al Abad no sabía ni qué contarle, pues habría de explicar, primero, por qué no dijo nada al inicio y, segundo, por qué había huido y desconfiado de la Santa Madre Iglesia.
Por el momento, sólo él sabría lo que había vivido y sentido. Llegó la noche. Juan cerró los ojos y se entregó al sonido del viento y al campo de azucenas al que había llegado.